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martes, diciembre 30, 2008

Carta a Ignacio Ellacuría,

Jon Sobrino
31 de octubre de 2008

Querido Ellacu:

Varias veces me he preguntado qué Iglesia nos han dejado ustedes y cómo andamos hoy. Posiblemente me ciegue el cariño, pero creo que aquella Iglesia, la de Monseñor Romero, era una Iglesia salvadoreña, popular, de pobres y mártires. Y era una Iglesia cristiana, pueblo de Dios, recuerdo vivo de Jesús y portadora de su Espíritu. Historia y trascendencia caminaban de la mano. Rahner había hablado de "invierno eclesial", pero, con limitaciones y fallos ciertamente, entre nosotros florecía una Iglesia pujante. "Ustedes, una Iglesia tan viva", decía Monseñor Romero. La recuerdo con agradecimiento y con la convicción de que nos puede seguir ayudando.

Sobre esto quiero hablarte, Ellacu. Y también comentaré tres principios teológicos sobre los que solíamos platicar. Hoy todavía me parecen importantes.

Los avatares de nuestra Iglesia hoy

Nuestra Iglesia es compleja, Ellacu, y hay opiniones distintas sobre qué es lo que va bien y qué lo que va mal. Dicen que es un tema "sensible", pero me parece importante abordarlo. Con buena voluntad, por supuesto, y ojalá también con lucidez. En cualquier caso, si cometemos errores, otros los podrán subsanar.

En primer lugar, lo positivo. Las raíces de la Iglesia que ustedes nos dejaron no se han secado y siguen produciendo frutos, no escasos y muy meritorios, muchas veces admirables. Hay comunidades comprometidas y entregadas, verdaderamente cristianas. Defienden a los pobres, trabajan con maras y enfermos de sida, apoyan a inmigrantes y a víctimas de la opresión, luchan para que el medio ambiente sea humano, denuncian la minería explotadora, y cada vez más trabajan seriamente por la juventud. Celebran liturgias con creatividad salvadoreña, no importada, y practican devociones populares romerizadas: se sigue cantando "los manteles largos y el conqué" de Rutilio. Estudian teología, también la de la liberación, y se familiarizan con la Biblia. Y para comprender las cosas de Dios también usan la cabeza, lo que es muy importante en una cultura mediática y manipuladora, que no invita a pensar. Y así quedan también más protegidos contra la avalancha de fundamentalismos que abundan. Creo, Ellacu, que viven en la Iglesia con madurez.

En las comunidades sigue habiendo acompañantes, muchas veces de gran calidad. Hay religiosas, mujeres que saben bien del cuidado de lo humano. No les mueve la búsqueda del poder, sino el servicio. Se entregan sin pedir nada para sí. Sin ellas la Iglesia se desmoronaría. En circunstancias muy distintas a las de ustedes, ciertamente, hay celosos pastores. Recuerdan la entrega del Padre Rafael Palacios y la bondad y sencillez de Frei Cosme Spezotto. Estos días ha salido en televisión el Padre Rogelio Ponceele, a quien conociste y apreciaste. Acompañó a los campesinos en Morazán durante la guerra, y veinte años después todavía sigue con ellos. Lo hace como sacerdote, e insiste en ello, no para defenderse de inquisidores, sino porque piensa que lo mejor que puede hacer por la gente es mantenerles en la fe. Lo repite con frecuencia: "La fe en Dios da felicidad a esta gente. Yo también lo he experimentado. Con Dios soy más plenamente humano". De estas cosas tú también hablaste en el prólogo a la edición italiana del libro sobre Rogelio Ponceele Vida y muerte en Morazán. Con poco viento a favor, pero con tenacidad salvadoreña, recuerdan, resisten y caminan.

Y hay fe en comunidades escondidas de gente pobre, alejados de todo tipo de poder, civil o eclesiástico. Hace poco un amigo me decía con la solemnidad propia del cariño: lo que salva a nuestra Iglesia es la fe de los pobres. Así es, Ellacu. Misteriosamente, nos llevan en su fe. Y para evitar malos entendidos, aunque sea en dos palabras quiero insistir en que esos pobres y esa Iglesia de pobres reza. Espera y cree en Dios.

Pero no todo es así. El cansancio que produjo un pasado muy duro y el "invierno eclesial", que también nos llegó, hace que otros se encaminen por derroteros distintos. De ese peligro nos avisa Aparecida, y con palabras muy fuertes, por cierto. "Nuestra mayor amenaza es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la iglesia en el cual aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va desgastando y degenerando en mezquindad" (n. 12). Es importante analizar ese desgaste. Y si se hace con objetividad, sólo bienes puede producir. La realidad eclesial es distinta según lugares y diócesis, y no podemos analizarla en detalle. Nos fijaremos en las novedades que, en su conjunto, pienso que hay que tener en cuenta.

En estos años mucha gente se ha visto empujada a una religiosidad, más de devociones que de compromiso. En ella han buscado alivio para la dura carga que es su vida, así como muchos buscan escapar al norte -y sólo con gran respeto podemos cuestionar estas cosas los que tenemos la vida asegurada. Se apuntan a nuevos grupos y movimientos, evangélicos y pentecostales. Entre ellos surgen dirigentes de todo tipo, predicadores, pastores, cantantes, sanadores, pero, dicho con respeto, muchas veces dan la sensación de caminar como ovejas sin pastor. Faltan Romeros, Proaños, Gerardis.

Hay otros, gente más sofisticada, que entienden bien lo que se pretende con estas novedades: que no vuelva a prosperar Medellín ni la Iglesia de Monseñor. Y no pueden disimular su satisfacción: "ahora vamos bien". En una reunión parroquial una señora empezó a hablar de Monseñor, pero un clérigo de cierto rango la detuvo: "hemos venido a celebrar la liturgia, no a hablar de Monseñor Romero". A veces tienen que callarse, por ejemplo cuando el papa Benedicto XVI dijo en uno de sus viajes que "no hay problemas para canonizar a Monseñor Romero".

El impacto de la Iglesia para generar conciencia colectiva en el país ha cambiado mucho. No resuenan con claridad palabras como las de los profetas de Israel, la de Jesús contra escribas, fariseos y sumos sacerdotes, y las denuncias a poderosos sin conciencia -como en las homilías de Monseñor. Tampoco se publican mensajes, cartas, sobre temas candentes, preparados en equipo, con consultas previas a las comunidades, todo lo cual solía generar sentido de "cuerpo". No es que nada se diga, pero dada la magnitud de los problemas podríamos hacer más.

La religiosidad no ha desaparecido, al contrario: ha explotado en diversas direcciones. En conjunto predomina una religiosidad que podemos llamar de "lo que hace feliz": sanaciones en provecho propio, deseo comprensible, pero peligroso si lleva a ignorar la exigencia del seguimiento; alabanzas innumerables, a veces bien elegidas, otras más en línea intimista; peregrinaciones, a veces a lugares lejanos, mezcla de devoción y turismo.

No quiero exagerar, Ellacu, pero siento que la religiosidad popular de antaño era más recia. Y ciertamente para ser Iglesia de Jesús había que pagar un alto precio: tensiones y discusiones internas, siempre dolorosas; conflictos externos con poderosos y opresores; insultos y persecuciones. Ahora no. Y algunos no disimulan el alivio: "ya pasó el chaparrón".

Novedad importante es el uso de los medios de comunicación. Es evidente que pueden ser útiles para la evangelización, pero tal como funcionan da que pensar. Se puede caer en una especie de ex opere operato mal entendido: "cuantos más medios mejor", "cuantas más horas de programación mejor", sin preocuparse en demasía por el contenido y calidad del mensaje, ni de la organización y coordinación de las miles de horas de programación del total de emisoras de la Iglesia. Retransmiten cosas buenas en sí mismas, y a veces bien logradas: eucaristías, algunas homilías y charlas de teología, pero se centran excesivamente en devociones, milagros, apariciones, leyendas esotéricas. Y aparece poco la realidad, noticias y comentarios sobre lo que ocurre en esta maltrecha creación de Dios, que es nuestro país, y sobre qué justicia hay que practicar para sanarla. Según la Evangelii Nuntiandi lo que da eficacia a la evangelización es el "testimonio". Y eso, si se me perdona la obviedad, no lo suple ningún éxito mediático -ni académico, para que se nos entienda bien.

Ellacu, no quisiera ser injusto en cosas tan delicadas, pero no creo que es bueno silenciarlas. El problema de fondo parece ser querer sustituir una Iglesia "difícil", la del seguimiento, la que trabajaba por unificar la lucha por la fe y por la justicia, por una Iglesia "fácil", de liturgias y devociones, con obras de misericordia, pero sin mayores problemas por promover la justicia. Y así, crecer en número.

Tampoco en esta Iglesia ser cristiano es tarea fácil, evidentemente. Cumplir los mandamientos siempre es tarea ardua. No quiero, pues, ser simplista. Pero también es verdad que hoy la Iglesia no nos confronta con las locuras, por decirlo de alguna manera, de Mons. Romero. Mencionemos sólo una, que tú también solías recordar en momentos solemnes, y perdónesenos si, al recordarla, pareciera que hemos perdido el juicio: "Sería triste que en una patria donde se está asesinando tan horrorosamente no contáramos entre las víctimas también a los sacerdotes. Son el testimonio de una Iglesia encarnada en los problemas del pueblo". No es verosímil que estas cosas ocurran ahora, pero es importante recordar estas palabras de Monseñor porque ilustran aquellas otras de Jesús, que, ésas sí, no pueden ser ignoradas: "Quien quiera ganar su vida, la perderá. Pero el que la pierda por el evangelio, la ganará".

Después de lo dicho es comprensible que algunos se alegren de que ya pasó aquella Iglesia. Otros añaden además -aunque no de forma tan burda- lo que el gran inquisidor le dijo a Cristo: "Vete, Señor, no vuelvas". Otros, con cierta lógica, pero interesadamente, sentencian: "las cosas han cambiado", aunque de acuerdo a esa lógica, lo mismo debieran decir del evangelio de Marcos -y de Jesús de Nazaret.

Sí tienen razón los que nos llaman la atención sobre las novedades que debemos tener en cuenta. Entre otras, la evangelización y misión, tal como nos lo pide Aparecida; tomar en serio a la mujer en la Iglesia; repensar las relaciones con otras iglesias y religiones, con evangélicos y pentecostales; la ecología; cada vez más, la juventud… Pero tampoco esas novedades hacen que la Iglesia de Monseñor sea ya superflua. Lo que hay que hacer, como tú decías, es "actualizar sus virtualidades", poner a producir la "virtud" -fuerza, energía- de aquella Iglesia para afrontar lo nuevo y actualizar lo perenne: orar, celebrar la eucaristía, vivir con fe, esperanza y caridad. Creo que entre nosotros todavía no ha aparecido nada mejor que aquella Iglesia de Monseñor, para ser el principio y fundamento sobre los que construir la Iglesia de hoy.

Así veo los avatares en que estamos, Ellacu. Lo que he dicho, lo más positivo y lo más negativo, no tiene por qué darse siempre en estado químicamente puro. A veces, se mezclan. Pero lo importante es "caminar" como Dios manda. Y para ello quiero recordar ahora algunos "principios" sobre los que solíamos platicar. Entonces nos parecieron fundamentales para elaborar una teología de la Iglesia, y pienso que todavía lo son. Me voy concentrar en tres.

1. La centralidad del reino de Dios

Es el cambio copernicano que nos tocó vivir. En el centro está el reino de Dios. Yo había escrito que "Jesús no se predicó a sí mismo, ni siquiera sólo a Dios, sino el reino de Dios". Tú le diste vueltas a la idea, y en un congreso sobre las tres religiones abrahámicas te salió una formulación redonda: "Lo mismo que Jesús vino a anunciar y realizar, esto es, el reino de Dios, es lo que debe constituirse en el objeto unificador de toda la teología cristiana… La mayor realización posible del reino de Dios en la historia es lo que deben proseguir los verdaderos seguidores de Jesús". Para Jesús, ese reinado de Dios es "un mundo en el que reine la paz con justicia y la solidaridad universal", como repite nuestro amigo Xavier Alegre. Veamos algunas implicaciones de ese cambio fundamental para el ser y hacer de la Iglesia.

Desde el reino la Iglesia sabe qué es lo último. Esto es, dicho lapidariamente, "Dios" y "los pobres". El reino pertenece únicamente a los pobres", escribía J. Jeremías. Y en un lenguaje equivalente, "la gloria de Dios es que el pobre viva", decía Monseñor. Desde su contrario, Casaldáliga lo ha formulado con absoluta claridad: "todo es relativo menos Dios y el hambre". La consecuencia es que la Iglesia debe estar al servicio del reino de Dios y del Dios del reino, superando la recurrente tentación de ponerse ella en el centro.

Debe sintonizar con el Dios del reino, con su misericordia: "hagamos redención", en palabras de san Ignacio en la meditación de la encarnación, y con su indignación: "¡ay de los que venden al pobre por una par de sandalias!". Debe enfrentar y denunciar la idolatría, pero no como tautología estéril: no hay que absolutizar nada creado, cuya denuncia no molesta a nadie, sino como lo que es: dar culto a ídolos, realidades históricas existentes, que dan muerte y, por necesidad, exigen víctimas para subsistir. Bien lo dijo Monseñor, con tu ayuda, en la cuarta carta pastoral.

Ellacu, en asunto tan grave como lo es combatir la idolatría, más allá de proclamaciones éticas, hay déficit. Y la razón es que enfrentarse con los ídolos lleva al conflicto, lo que se rehúye comprensiblemente. Y para hacerlo con buena conciencia se ideologiza una falsa paz, estar a bien con todos, incluso, a veces, con quienes promueven el antirreino.

El reino impulsa a la Iglesia a la historia. En ella debe encarnarse para propiciar gracia: verdad, compasión, firmeza, liberación, y para erradicar pecado: mentira, injusticia, opresión, superando la tentación de espiritualismos y de abandono de lo histórico. Lo debe hacer con solidaridad, haciendo suyos los gozos y esperanzas, tristezas y angustias de todos, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren. Y lo debe hacer con seriedad. Sin tomar en serio el reino, el pecado se trivializa y la salvación se vuelve etérea.

Y algo verdaderamente central es que con el reino de Dios se recupera a Jesús de Nazaret, tarea siempre necesaria, pues no hay que dar por descontado que siempre lo recordamos en la Iglesia. Cuando se olvida el reino se produce el olvido de Jesús. Con el cuidado y respeto con que hay que hablar de estas cosas, entonces parece que vivimos en una vorágine de "cristos", "niños dios", "divina misericordia"; de un Cristo, Kyrios omnipotente, pantocrátor; o de una abstracción conceptual: "una persona divina que subsiste en dos naturalezas". Para ello puede haber legítimo lugar en la teología y en la piedad. Pero en la vida real, tras todo ello puede -y suele- desaparecer Jesús de Nazaret. Es tarea de siempre trabajar para que reaparezca aquel "Jesús histórico" que nos tocó enseñar, Ellacu, y que hoy nos lo vuelve a ofrecer como precioso regalo el libro de Pagola.

En segundo lugar, en relación y al servicio del reino se entiende mejor quién es Jesús de Nazaret, y qué debe hacer la Iglesia en su seguimiento: pasar haciendo el bien, anunciar buenas noticias a los pobres y devolver dignidad a los despreciados; confortar a débiles y curar a enfermos; decir siempre verdad, la que viene de Dios, para consolar a oprimidos y apostrofar a opresores; hablar con autoridad sin dogmatismo, enseñar con claridad sin adoctrinamiento, exigir con radicalidad sin sometimiento; resistir hasta el final, con altibajos de miedo y esperanza. Y de Jesús de Nazaret cada vez me impacta cómo respetaba y valoraba la libertad y la razón de los seres humanos.

Por último, con Jesús la Iglesia puede entender mejor la realidad y el destino de los pueblos crucificados. Apresado de noche y a traición, acusado falsamente, insultado, torturado y abandonado, murió en una cruz no por error ni por causalidad -y no hay que olvidar la inmensa fineza que tuvo de despedirse de sus amigos con una cena. Todo ello por introducirse, libremente, en el conflicto fundamental de la historia: a favor de los oprimidos y en contra de los opresores.

Ellacu, hoy no se habla mucho de ese Jesús de la cruz, ni de los conflictos históricos que siguen llevando a la cruz a innumerables seres humanos. Ni siquiera Aparecida, con tantas cosas bien dichas -la necesidad de "recomenzar desde Cristo" para que la Iglesia siga el proceder de Jesús, dice bellamente en el n. 41- y con sinceros impulsos para actuar como Jesús, se pregunta por qué le mataron. Tú sí lo hiciste en un escrito fundamental: "Por qué muere Jesús y por qué le matan". Te preguntaste por las dos cosas. La primera, por fidelidad al misterio de Dios, presente, silente y acogedor en la cruz. Y la segunda, para no ser ciegos ante la crueldad de este mundo. Nadie en la Iglesia debiera olvidarlo, ni rehuir el conflicto.

2. Iglesia "maternal" antes que "magisterial"

Te lo oí cuando comentabas la Mater et magistra de Juan XXIII. Por aquel entonces era una manera de defender la ortopraxis ante ortodoxias intemperantes, incluso de darle prioridad. Pero tu reflexión iba más allá. Se refería a lo que la Iglesia es por esencia. Es, ante todo, madre, partera de vida. Lo suyo es generar, visible y palpablemente, bondad, amor, misericordia, fraternidad, justicia, reconciliación, solidaridad. Es propiciar estructuras que, por su naturaleza, den vida a las mayorías, y enfrentarse con las que la impiden o anulan. Hoy insistimos en el "cuido", que es cosa tan maternal, también de la naturaleza. Y en la ternura.

En la actualidad hay que hacer una advertencia: que, por ser madre, la Iglesia no infantilice a sus hijos, no piense por ellos, no los sobreproteja y decida por ellos, de modo que nunca lleguen a ser adultos en la Iglesia. Ambos peligros son claros en muchas pastorales y liturgias, pero se toleran, pues cualquier cosa parece ser buena con tal de no recaer en comunidades de base y teologías de liberación.

Y hay que hacer también una petición, con delicadeza. Es bueno, como lo hizo el concilio, poner en relación a la Iglesia con María de Nazaret, la madre de Jesús. Pero con cuidado. Bueno es presentar a María con los apóstoles en el cenáculo después de la resurrección, pero hay que empezar desde el principio y volver al reino de Dios. A su disponibilidad ante Dios en la anunciación va unida una esperanza: que Dios ponga patas arriba a nuestro mundo, ensalce a los humildes y derribe a los poderosos -que los multimillonarios pasen hambre alguna vez, para ver si eso los conmueve y los convierte. Es este reino de Dios lo que, como María, debe anhelar -y construir- la Iglesia Y también debe mantener centralmente la fidelidad de María hasta el final: madre al pie de la cruz. Es la imagen de dónde debe estar hoy la Iglesia y qué debe hacer ante un pueblo crucificado. "Were you there when they crucified my Lord?", cantaban los negros esclavos del norte

Historizar así a María de Nazaret es el mejor antídoto contra el peligro recurrente de desencarnarla con un exceso de apariciones y devociones, a veces más allá de toda razón. Entonces ya no es la mujer y madre María, la de Nazaret y la del Gólgota, lugar de la calavera, a pocas leguas de Jerusalén. Y entonces María de Nazaret, al igual que su hijo Jesús, desaparece.

La Iglesia también es maestra. ¿Cómo no lo ibas a valorar tú, Ellacu, convencido de la importancia del saber y de comunicar saber? Pero de nuevo, una advertencia: que la Iglesia no haga de la ortodoxia lo central ni la use como forma de indoctrinar. Y lo que es más peligroso, que no se considere dueña de la verdad. Cuando eso ocurre, la Iglesia queda definida, una vez más, desde el poder. Si por el contrario es maestra mystagógica, no impositivamente, y enseñando con el ejemplo, no sólo de palabra, entonces también genera vida en cuanto maestra.

3. La Iglesia de los pobres

Ellacu, hablaste de la Iglesia de los pobres con creatividad y originalidad, sin reducir la novedad de Medellín a "la opción por los pobres". La verdadera Iglesia "es" una Iglesia de los pobres, no sólo "para" ellos. Lo proclamó Juan XXIII, e indagaste lo que de ella había quedado en el concilio. No mucho, la verdad. Sí insistió en ello el cardenal Lercaro con clarividencia y pasión. Y de Monseñor Himmer, obispo de Tournai, citabas esta frase lapidaria: primus locus in Ecclesia pauperibus reservandus est, hay que reservar a los pobres el primer puesto en la Iglesia.

Y teorizaste qué es esa Iglesia. Es una Iglesia "en la que los pobres son su principal sujeto y su principio de estructuración interna". Con esto no se opera una "reducción", pero sí una "concreción" de todo lo eclesial desde los pobres. Escribiste que en su misión ad extra, la Iglesia se dedica a ellos y, sobre todo, da la vida por ellos, reflexión ésta última nada habitual en otros lares. Y ad intra insististe en que está basada sobre la realidad, es decir, sobre los pobres. Y de ahí proviene otra formulación tuya lapidaria: "lo más importante de las comunidades eclesiales de base es que son de base". Es decir, son comunidades de pobres.

Y esa Iglesia es la más verdadera, si se me permite hablar así, por una razón teologal, a lo que tampoco se le suele dar la importancia debida. Escribiste: "la unión de Dios con los hombres, tal como se da en Jesucristo, es históricamente una unión de un Dios vaciado en su versión primaria al mundo de los pobres". Hay que explicarlo bien, pero creo que quieres decir que la Iglesia será verdadera presencia de Dios, si está hecha de lo que Dios ha elegido para hacerse Él presente entre nosotros. Con nada se puede diluir la centralidad de la "Iglesia de los pobres".

Sobre esa Iglesia escribiste ya en 1979, y a ella volviste en tu último escrito de 1989. Así termina el texto: "la lglesia de los pobres se constituye en el nuevo cielo, que se necesita para superar la civilización de la riqueza y construir la civilización de la pobreza, nueva tierra, en la que habite, como en un hogar acogedor y no degradado el hombre nuevo". Iglesia de los pobres y civilización de la pobreza fueron tu utopía, que formulaste desde la fe y desde la historia. Ellacu, ambas cosas han quedado olvidadas, y es urgente volver a ellas. Pero ahora, aunque sea muy brevemente, quiero mencionar dos noticias de pobres y ricos que nos abruman.

Nos acaban de decir que hoy 923 millones de seres humanos pasan hambre y desnutrición en todo el mundo. Son 75 millones más que el año pasado, pese a que el mundo es más rico que nunca y que las cosechas de 2007 han batido records. Detrás del incremento de pobres está la subida del precio de los alimentos entre 2007 y 2008, el 52% en promedio. Algunos productos básicos, como el arroz, sufrieron un incremento de más del 200%. Y a esta tragedia se junta lo que José Saramago llama "crimen (financiero) contra la humanidad: el cataclismo financiero, producto de egoísmo, y con impunidad total. Lo pagan los pobres. Ante esto bueno es enseñar la doctrina social de la Iglesia, pero no basta. Se necesita una profecía estruendosa. La Iglesia de los pobres debe hacer ambas cosas. Y sobre todo puede hacer la segunda.

Y una última cosa. Jesús nos dijo que el reino de Dios es de los que son como los niños, y que no hay que seguir el ejemplo de los que gobiernan este mundo, los grandes. También en la Iglesia hay que ser pequeños y servidores, pero sigue siendo un problema mayor. Dicho con sencillez a la Iglesia le cuesta dejar de estar arriba y suele aferrarse a su dimensión jerárquica. Es lo que dicen nuestros amigos jesuitas de Cristianisme i Justícia, en Barcelona. Acaban de publicar un cuaderno sobre cómo está la Iglesia, y recordando a Rosmini, mencionan "las nuevas 'cinco llagas' de la Iglesia". La primera, la principal, es no ser Iglesia de los pobres y olvidarse de ellos, pero también mencionan el exceso de jerarquía, de poder institucional y de centralismo romano. Y hacen notar que, ante las críticas, la Iglesia reacciona a la defensiva, "sin parar ni un minuto a preguntarse si habrá hecho algo mal". Esto es un serio problema eclesial. Hace difícil la solidaridad al interior de la Iglesia: ser "pueblo de Dios", todos con la misma dignidad.

Entre nosotros, también hay problemas ambientales en la Iglesia. Menciono uno que me parece importante: creo que hay excesiva prudencia y menguada libertad, como si el pueblo de Dios tuviera miedo de dejar oír su palabra. Las reuniones de gente de Iglesia no se parecen a las de antes, con diálogo, discusiones y decisiones de poner en práctica, como cuerpo, lo decidido. Evidentemente, aquí sí hay que decir que eran otros tiempos: qué hacer tras el asesinato de Rutilio y el del Chino Navarro. Tampoco se puede esperar que haya semanas de pastoral que se parezcan a las de los setenta. Pero sí que haya algo de parresía, como la de Pablo.

Nuestros hermanos de Barcelona, al terminar sus reflexiones dicen que "hubiese sido más cómodo y menos peligroso cerrar los ojos y dedicarnos a una vida más tranquila", pero han preferido hablar, con respeto, con ánimo de diálogo, sin pretender tener toda la verdad. Y terminan "testificando abiertamente nuestro amor a la Iglesia". Nos sumamos a todo ello, pues esto sólo puede ayudar. Por cierto, el libro de Rosmini, de 1832, fue puesto en el índice. En noviembre del 2007, el autor fue beatificado. Una buena señal.

Ellacu, esto es lo que quería contarte. En medio de venturas, la gracia mayor de mártires y pobres con esperanza, y de desventuras, nuestra pequeñez y nuestros pecados, recordamos, resistimos y caminamos. Y mi deseo es que los "principios" que he recordado: el reino, la maternalidad y la Iglesia de los pobres, nos ayuden a mantener -o retomar- el rumbo salvadoreño y romeriano del caminar de la Iglesia.

Jon Sobrino
31 de octubre de 2008

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DISCERNIMIENTO VOCACIONAL (La experiencia “fundante”)

JOAO. B. LIBANIO. Teólogo. Brasil
1985

Hay algunos hechos que merecen nuestra reflexión.

Algunas Congregaciones Religiosas tienden a identificarse con sus obras. Sus propios miembros y las personas de fuera que las observan, las asocian con las actividades concretas que desempeñan: labor educativa, obras de misericordia, trabajo parroquial, etc.

Pero las obras caducan, y las Congregaciones entran en problemas. Por eso muchas viven en crisis, a causa de la rapidez del cambio de las actividades.

Otro hecho: En un joven o una joven se despierta una vocación de servicio a los hermanos. Ve que puede realizar mejor ese servicio dentro de la estructura de una Congregación Religiosa. Entra en la Congregación, pero percibe que la cosa no es tan sencilla. Se siente frecuentemente cohibido en sus actividades o en sus planes apostólicos. Entra en crisis.

Estos hechos nos obligan a ir más al fondo, hasta la raíz de la vocación a la Vida Religiosa. Con el fin de encontrar un poco de luz, haré uso del instrumento teórico de "modelos". Consciente de sus límites y riesgos, creo, sin embargo, que podrán ayudarnos, con tal de que los consideremos en su función de ayuda metodológica para iluminar la realidad. No se trata de aplicarlos rígidamente a la realidad; son pistas que nos ayudan a situarnos dentro de ella.

1. La Vida Religiosa y la experiencia “Fundante”

a) Descripción del modelo

Hay una vocación a la Vida Religiosa que nace en primera instancia de una profunda experiencia espiritual, diríamos mística, de que Dios es el Absoluto y de que todo nuestro ser tiene su referencia última a Él. No se trata de un conocimiento teórico de esa realidad, que pertenece al abc de la teología trinitaria. Es vivencia, experiencia. Primero se da esa atracción profunda, radical, casi irresistible, hacia Dios.

Hay una totalidad afectiva en relación a Dios. El llena plenamente nuestra afectividad. Aun en la duda, en la oscuridad de la fe, se percibe una certeza inefable, indefinible: Dios es todo. Esta experiencia está en el origen de la vocación a la Vida Religiosa. Impulsa a la persona a entrar en ella.

Experiencia de paz, de alegría creciente. En esa exuberancia mística la Vida Religiosa encuentra sentido; de allí brota la fuerza para vivir la vida alegremente. Es fuente de dinamismo. Se hace presente donde uno esté. No está necesariamente ligada a una misión, a una tarea, a un lugar, a una ocupación, como tales. Esta realidad en el fondo es don de Dios, que puede y debe ser cultivado por la oración, la contemplación y la vida interior.

Experiencia “fundante", a la que se recurre a través de todas las crisis, dudas y angustias. Piedra fundamental, inamovible. En las infidelidades, desánimos, desvíos, ella es siempre un llamado a la conversión, al fervor primero, al retorno, con tal de que no se haya extinguido del todo por nuestra negligencia. En las crisis afectivas es la fuerza de superación. En la soledad del corazón es la tranquilidad profunda de amado (por El).

Experiencia termómetro de nuestro caminar en la Vida Religiosa. No se mide por la eficacia de las actividades, por los éxitos, por el desarrollo de los propios talentos o por el uso más racional y eficiente de los mismos. Es algo que ilumina y anima cualquier situación. Tiene agua abundante para regar cualquier desierto.

Experiencia que está en el origen del carisma de los fundadores, al menos en el nivel personal del fundador. Puede que sea poco captada, identificándose con la Congregación o con la obra predilecta del fundador. Pero la obra es consecuencia de tal experiencia, nunca su causa ni su sustituto. Es posible que en la fundación de una Congregación no se tenga en cuenta y se mire más a la necesidad apostólica. Entonces es la mediación concreta de la experiencia "fundante".

Las tareas, las misiones, las ocupaciones, la entrega a los demás brotan de esa experiencia. Ella las alimenta constantemente. No se identifica con ninguna de esas mediaciones, de modo que nunca se llegará al "impasse" de tener que abandonar la Vida Religiosa porque alguien no se siente valorado en sus talentos o piense que pueda ser más eficiente "apostólicamente" en otra parte.

Es esa experiencia la que explica la actitud de un Pedro Canisio -gran teólogo de la época tridentina-, dispuesto a ser cocinero o portero de algún Colegio de la Compañía de Jesús. O de un Teilhard escribiendo sin ver sus publicaciones. Explica cómo hombres en plena actividad apostólica, arrancados por orden de sus Superiores, se refugiaban en el silencio del exilio o de un trabajo escondido. Permanecen firmes, tranquilos en esa nueva actividad. No se preguntan si, saliendo, podrían continuar con el mismo éxito el trabajo hasta entonces realizado.

Entre éstos encontramos profesores, investigadores, a quienes se les prohibió escribir, enseñar, y asumieron con paz, no sin lucha, ese nuevo silencio. ¿Por qué? "¡Sólo Dios basta!". ¿Cómo entender la vida del hermano o la hermana que pasa años detrás de la mesa de una portería o en la cocina, feliz, tranquilo en su entrega? "¡Sólo Dios basta!".

Es una experiencia gratuita, que debe ser cultivada y ayudada por las estructuras de la Vida Religiosa. Y si miramos el comienzo de la Vida Religiosa, veremos que ella nació para alimentar dicha experiencia. La "fuga del mundo" de los eremitas es una búsqueda de Dios en la soledad. Los cenobitas crearon comunidades en las que todos se ayudaban a vivir la primacía incontestable del absoluto de Dios. La pobreza, como despojo y desprendimiento, creaba condiciones para tal entrega. La obediencia al "padre espiritual" se hacía en vistas a la educación para tal vida de entrega a Dios. Era la obediencia "pedagógica": aprender de quien trilló o recorrió los caminos de la intimidad de Dios antes que el novicio inexperto; tener siempre alguien con quien se pueda confrontar la autenticidad y la verdad del camino de la vida espiritual. Por "vida espiritual" se entiende, sobre todo, esa relación personal, íntima, con Dios. Expresión de la experiencia-base.

En ese contexto se capta el sentido y la relevancia de la castidad. No era ejercicio de pura ascesis o represión, sino expresión de esa totalidad afectiva con relación a Dios. Castidad tranquila y feliz. Lo cual no significa que no haya lucha ni que se dispense de la guarda del corazón y el control de los afectos. No es esa vigilancia o control del corazón o de los afectos lo que la produce. Nace de la experiencia-base. Hay, por tanto, una prioridad existencial de la presencia de Dios en relación a los esfuerzos ascéticos. Hay una irrupción mística que se continúa en la disciplina. Por lo menos en forma embrionaria.

Esa experiencia-base es la fuente última y el origen mismo de la Vida Religiosa. Lo mismo vale del celibato por causa del Reino de Dios. Este no existe en vista de la funcionalidad del ministerio sacerdotal o por razones prácticas de mayor movilidad... etc. Estos son elementos bien secundarios y que en el fondo no justifican un celibato libre y feliz. Por tanto, sin la experiencia-base, también el celibato sufre de las ambigüedades de eventuales conveniencias. ¿Quién garantiza que es más conveniente un ministerio o una actividad apostólica realizados por un célibe que por un casado? A veces las razones pesan más sobre éste. Por eso ni la Vida Religiosa, ni el celibato consagrado pueden ser garantía de estabilidad o fuerza de perseverancia sin esa experiencia "fundante".

Usamos comúnmente el término "vocación" para el celibato. El término llevaría a equívocos si el objeto directo del verbo "llamar" fuese una tarea, un ministerio como tal. La vocación es para una vida de exclusividad en relación con Dios; desde dentro de esa experiencia nace el deseo de entregarse a servicios concretos a los hermanos; ministerio sacramental, compromiso con la transformación de la sociedad, etc. Vocación es la de aquella novicia que, en la ingenuidad de su pureza al entrar al noviciado, después de dejar los encantos de una vida que su condición financiera le posibilitaba, se acerca a la Maestra y dice: "háblame de Dios". Por más lindo que sea el trabajo educativo, por más seductora que sea la experiencia de inserción, éstas no son la raíz de la Vida Religiosa. Tiene que ser el deseo de "escuchar a Dios" y vivir de Él en su interior. Dejarlo ocupar el espacio de la afectividad. De ahí brota todo lo demás.

Por eso, tal vez podemos decir que la experiencia-básica de los fundadores de las Congregaciones Religiosas tiene un aspecto de generalidad. Los carismas se confunden en cierta forma, porque todos ellos arrancan de una misma experiencia "fundante" y quieren expresarla, aunque bajo formas diversas. Tales formas nunca son el carisma fundamental; lo es la experiencia evangélica de Jesús con relación al Padre, que se nos da a vivir por la presencia del Espíritu. Esta experiencia es anterior a las misiones, que están en general unidas a ella. El término "anterior" debe ser bien entendido. Pido licencia para usar una distinción técnica de la filosofía escolástica. Hay una anterioridad lógica se refiere a nuestra percepción, a nuestro conocimiento. Así, puede haber una anterioridad lógica y otra ontológica. La anterioridad de vocación para la misión, para una actividad concreta a la entrada a la Vida Religiosa. Anterioridad de percepción, de conocimiento lógico. Pero debe haber una anterioridad ontológica, que se puede descubrir más tarde. Anterioridad que se refiere a la naturaleza de la cosa, al ser mismo, a la realidad como tal. La realidad misma de la Vida Religiosa se constituye por la experiencia de la exclusividad de Dios. En este sentido es anterior. Pero alguien puede percibir primero -anterioridad lógica- un deseo de trabajo apostólico, y descubrir más tarde que, en su ungen, la fuerza e inspiración de ese trabajo brotan de su entrega a Dios -anterioridad ontológica-, a pesar de venir después lógicamente.

K. Rahner, al tratar de la actitud de indiferencia que Ignacio pide a aquellos que quieren decidir su vocación, la define como un sentimiento agudo del Absoluto de Dios, de modo que todas las otras cosas -aun sagradas, actividades apostólicas- son relativas. Sólo Dios es Absoluto. Y a partir de la experiencia del Absoluto de Dios se relativiza el resto. Esta es la experiencia de base de la Vida Religiosa.

Con el surgimiento de las órdenes presbiterales se perdió, tal vez, la claridad de la distinción entre el carácter estrictamente ministerial y la experiencia de base de la Vida Religiosa. Recuerdo que mi padre instructor de tercera probaci6n en Paray-le Monial nos decía que el hermano lego es la expresión más clara de la Vida Religiosa. En el sacerdote fácilmente se confunde el carisma central con el ejercicio de los ministerios, que podrían perfectamente ser prestados por cristianos casados, como en el comienzo del cristianismo. La ligazón práctica entre la obligación del celibato y el ejercicio del sacerdocio ministerial hace difícil percibir la radical diferencia entre esas dos realidades. Esto vale también, y aún más, de ciertas actividades apostólicas de las Congregaciones Religiosas que pueden muy bien ser realizadas por no religiosos y mejor aún.

La experiencia-base es, en el fondo, gracia. Es expresión de la totalidad y exclusividad de Dios en nuestra vida. Santa Teresa lo expresó en estos sencillos y maravillosos versos:

"Nada te turbe, Nada te espante. Todo se pasa, Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza; quien a Dios tiene nada le falta; SOLO DIOS BASTA."

Por ser gracia, es también colaboración del hombre. Supone cultivo, porque el don de Dios hecho a un ser libre, racional, responsable, es dialogal. Sólo fructifica en el diálogo responsable. Para eso existen las estructuras de apoyo.

b) Estructuras de posibilidad y de apoyo

Es válido aquí el axioma clásico de la teología escolástica: "La gracia supone la naturaleza. La vocación mística no brota normalmente en cualquier estructura psíquica, ni persevera sin cultivo".

Condición Teológica

Evidentemente, antes que todo es gracia de Dios. Sólo hay experiencia mística, si Dios nos atrae. "Sólo Dios basta", porque El se hace percibir así. No se trata de un conocimiento racional, teológico, sino de una experiencia. Supone una atención especial a la presencia de Dios. Por tanto, toda vocación religiosa tiene su última raíz en la gracia de Dios. El se deja percibir como el único, el absolutamente necesario y suficiente, el que ocupa la totalidad de nuestra vida afectiva en su última profundidad.

La tradición mística entra aquí de lleno. Es el dato primigenio. Esa atracción radical de Dios seduce al místico, al religioso, en totalidad. Así entiende Amós su vocación: "el león ruge; ¿quién no temerá? El Señor Yahvé habla; ¿quién no profetizará? (Am. 3, 8)". Así como el rugido del león causa temor de manera espontánea, así el llamado de Dios es irresistible.

Condiciones Psicosociales

La raíz de la experiencia mística es la conciencia de Dios como relevancia última. Ahora bien, cuanto más se vive en una cultura religiosa en la que Dios ocupa de hecho el centro de referencia, tanto más fácilmente se dará, socialmente hablando, tal experiencia. El ambiente circundante la propicia en la medida en que habla de Dios. No se vive, no se experimenta, sino aquello que se oye, se conversa, se testimonia. En una sociedad en que la cultura está impregnada de Dios, la vocación religiosa puede florecer más espontánea y fácilmente, las personas ya están habituadas a ver a Dios en su posición de Absoluto, de Excelencia.

A medida que la cultura se seculariza, es de prever, como de hecho está sucediendo, que esas vocaciones disminuyan y la Vida Religiosa entre en descenso, en cuanto tal Vida Religiosa. Ese fenómeno puede ser compensado por otro tipo de entrega de sí, pero que se definirá antes por la tarea y misión que por la experiencia mística.

Este hecho socio-cultural toca las estructuras psíquicas de las personas. Así, una afectividad que evoluciona dentro de un ambiente de amor, de piedad, de relación sensible y afectuosa con Dios, puede más fácilmente experimentar esa radicalidad de entrega a Dios... En términos más técnicos, una socialización primaria de piedad, de profundo amor y respeto a Dios, permite que se pueda vivir sólo para él en la edad adulta. "Sólo Dios basta", porque, de hecho, tal experiencia se vivió de modo subliminar, a nivel de estructuras emocionales, en la primera infancia, a través de las actitudes y comportamiento de los padres. La influencia del periodo de infancia es fundamental para tal experiencia. Aunque nunca determinante. Hay, por así decir, "milagros de la gracia".

Además de esto, se supone que esta experiencia religiosa se desarrolla en una sana relación con los padres. En otros términos: el niño crece rodeado de afecto, de modo que no sufrirá a lo largo de su vida ninguna carencia irremediable. La angustiosa carencia afectiva puede convertirse en impedimento psicológico para una experiencia mística, como venimos hablando. Para experimentar que "sólo Dios basta", es necesario que obstaculizada por inseguridad afectiva, sino cimentada en experiencias de tranquilidad afectiva en la infancia. La persona suficientemente amada en la infancia puede más fácilmente entregarse a Dios de modo radical, sin necesitar de otra fuente básica para sostener su afectividad.

Naturalmente, esa experiencia mística no excluye la afectividad humana, en el sentido de entregarse o de acoger. Pero sí permite a la persona percibir que, en último análisis, en última instancia, en lo más profundo de sí, hay una "suficiencia de Dios", de la cual brotan los movimientos de su afectividad hacia los otros, y que se refuerza con afectos recibidos. Esa suficiencia de Dios sólo se construye sobre una psicología afectivamente "satisfecha" por experiencias pasadas, sobre todo de infancia, de amor tranquilo y seguro. Y no es sustitución compensatoria de frustraciones de la infancia ni represión -miedo del amor humano-. No vale, en esa experiencia mística, la irónica frase del pensador francés: "ellos dicen amar a Dios, porque son incapaces de amar a los hombres". Por el contrario, aman a Dios porque se levantaron en una atmósfera de amor recibido y ofrecido. También puede darse el caso de que se perciban las carencias que, conscientemente confrontadas con la experiencia de Dios, y evidentemente captadas en las diversas mediaciones humanas, puedan ir siendo superadas o, al menos, mantenidas en grado satisfactorio de soportabilidad.

Evidentemente, toda esta reflexión tiene un cierto grado de relatividad. Ante todo, la fuerza de la gracia de Dios puede irrumpir dentro de alguien de modo tan absoluto, en cualquier momento de la vida, que transforme esa afectividad. Juana de Chantal, viuda, con hijos pequeños, no duda en dejarlos dramáticamente, pasando sobre sus cuerpos en el quicio de la pueda, donde los habían colocado para impedirle salir; y se encerró en un convento, donde se entregó a la mística.

Además, nuestra afectividad puede evolucionar. Ciertos niveles de carencia pueden ser trabajados, superados. Uno de los papeles imponentes en la formaci6n de los jóvenes religiosos y religiosas es la educación de su afectividad. Pero tal formación supone no sólo la experiencia base, sino unas mínimas condiciones psíquicas.

Cultivo

Esta experiencia es gracia. Supone, en general, condiciones psicosociales, como se ha dicho. Además, toda experiencia histórica puede tener mayor o menor durabilidad, conforme sea o no cultivada. Somos tiempo y espacio, y por eso la fe y el amor se acaban si no se cultivan. Por más mística y profunda que sea la experiencia, es hecha por alguien que es materia, tiempo y espacio. Se diluye si no es continuamente alimentada.

El tema es, por lo demás, conocido. A modo de ejemplo, indico algunas maneras más imponentes de cultivar la experiencia-base: os ejercicios espirituales ignacianos (u otros), la oración y las mediaciones concretas para vivir el compromiso religioso con atención a lo teologal. En todas estas formas, lo fundamental es la continua referencia explícita interior a "lo teologal" de la realidad, esto es, el aspecto de presencia de Dios en determinados hechos. En este punto se sitúa el desafío para los religiosos comprometidos n una lucha liberadora. Si ellos se entienden como "religiosos" en el sentido de la experiencia-base, todo su compromiso se relaciona con ella, arranca de ella. Por eso tal experiencia debe ser alimentada dentro de las prácticas. Esto sólo será posible si hay una atención especial al aspecto teologal de las acciones, directamente espirituales o no. No basta el aspecto intrínseco de la caridad que existe en toda acción en favor de los otros. Es necesario que se cultive explícitamente ese aspecto de presencia e Dios. Solamente así se alimenta la experiencia de Dios. Pues tal experiencia supone siempre atención a la realidad; no basta vivirla como tal en su materialidad. Evidentemente, esa atención teologal en medio de las acciones o se hará de la misma manera que en la interioridad de la acción litúrgica o del culto en sentido monacal.

Pero las formas nuevas no a dispensan; de ahí la necesidad de la intencionalidad explícita de esa esencia de Dios. Para esto, según la filosofía clásica, se necesita una "reflexión completa" donde el sujeto pensante no sólo como conciencia del pensamiento, sino también de estar pensando el pensamiento. Traduciendo esto a nuestro tema, se trata de que el religioso se sepa, se experimente invadido por Dios en su obrar liberador, por un acto de libertad, de amor, de entrega, que pasa necesariamente por el conocimiento. La práctica del discernimiento espiritual que impregne las prácticas concretas, que tome siempre l ejemplo de Cristo como parámetro, permitirá mantener viva esa experiencia. Y ella, a su vez, irradiará su fuerza espiritual dentro de las acciones concretas.

2. La Vida Religiosa y la experiencia ministerial

Hasta aquí tratamos del primer modelo de Vida Religiosa: la Vida Religiosa que nace de la experiencia-base del Absoluto del Amor de Dios a nosotros y que nos atrae a Él. La experiencia nos ha mostrado que otras personas entran y permanecen en la Vida Religiosa desde otra perspectiva. Veamos:

a. Descripción del Modelo

La fuente primera y fundamental de la Vida Religiosa es el servicio apostólico. Se entra en la Vida Religiosa porque se quiere cumplir en el interior de la Iglesia determinado ministerio, realizar un trabajo concreto: ser profesor, educador de la juventud, insertarse en medio de los pobres, ejercer funciones parroquiales, etc.

Lo fundamental en este modelo es la práctica pastoral. La Vida Religiosa, las exigencias del celibato, son vistas como estructuras de apoyo, ayudas para tal trabajo misionero. También la vida comunitaria nos ayuda a mantener viva la llama del entusiasmo en el servicio. Nos dispensa de muchas preocupaciones que impedirían una entrega más completa. El apoyo afectivo de los hermanos ejerce función de equilibrio emocional para mayor eficiencia apostólica.

En este modelo de Vida Religiosa también los votos son vistos en función de la misión. Dedicación, generosidad, actividad, disponibilidad para la acción, son virtudes que ocupan un primer plano. El perfeccionamiento de las cualidades humanas, la valoración de los talentos, la ocupación en función del mayor rendimiento, son elementos fundamentales en este modelo.

La virginidad consagrada también es interpretada en este horizonte de servicio. Se justifica como propiciadora de mayor disponibilidad de locomoci6n, de actividades, etc... Se cree que el matrimonio y la familia son impedimento para una entrega apostólica más radical y total. Se respeta la clásica fórmula: "el matrimonio es la sepultura del revolucionario". Pero en el sentido de que la virginidad permite mayor disponibilidad para la construcción del Reino.

Se insiste en el carácter de construcción del Reino. Las estructuras de Vida Religiosa están pensadas con miras a proteger la opción apostólica y garantizar la perseverancia, la continuidad y eficiencia. En forma exagerada, diríamos: la Vida Religiosa es una "empresa apostólica", y todo está pensado en función de ella y de las estructuras que se articulan con ella.

Cada vez se encuentra menos espacio, por ejemplo, para la vocación de un hermano lego analfabeto. Se buscan hermanos bien cualificados, aptos para un rendimiento apostólico. Para trabajos no especializados existen empleados asalariados. No tiene sentido colocar a un religioso en oficios inútiles para la empresa apostólica. Y, de hecho, tales vocaciones escasean cada vez más.

En un análisis superficial, se podría pensar que las órdenes mendicantes, y tal vez aún más claramente la Compañía de Jesús, inauguraron ese modelo en oposición al modelo anterior, vivido por las grandes órdenes contemplativas. Pero en verdad, sólo por hablar de la Compañía de Jesús, ella parte no de un servicio concreto como tal, sino de una experiencia mística de Ignacio. Experiencia que él desea comunicar a sus discípulos por la vía de los Ejercicios Espirituales.

Ignacio los propone como primera gran "experiencia", test de la vocación del candidato. Del entusiasmo de esta experiencia brotaba el celo por la salvaci6n de las almas.

b) Problema al interior de este Modelo

Cuando, de hecho, las personas o los mismos grupos religiosos piensan en la Vida Religiosa a partir de la actividad apostólica como su última fuente, tienen crisis y problemas. Surgen verdaderos "impasses".

Este modelo encuentra solución definitiva cuando se integra con el anterior. Deja de ser, por tanto, un modelo rígido, autónomo. En otras palabras, las personas que entraron en la Vida Religiosa por razones apostólicas, descubren en el noviciado o a lo largo de la formación que hay una razón aún más profunda que les justifica la Vida Religiosa: su entrega radical a Dios. Es decir, partiendo de la experiencia apostólica se llega a la experiencia-base. Las actividades apostólicas adquieren aquella sabia relatividad a partir de la experiencia "fundante". Tenemos entonces el primer modelo, donde se da la verdadera Vida Religiosa original.

Ese modelo puede también, coyunturalmente, funcionar bien hasta el fin de la vida y sostener grupos durante largo tiempo. Esto acontece cuando la actividad apostólica responde a las necesidades psíquicas, espirituales y humanas de los religiosos. La actividad se experimenta como realización afectiva. En un clima de tranquilidad afectiva, difícilmente surgen cuestionamientos y problemas. La persona camina serenamente hacia adelante. Tal práctica pastoral, apostólica, es experimentada como servicio real a una situación de necesidad. Tal experiencia nutre y sustenta la afectividad. Compensa, a nivel de la afectividad, las otras experiencias, sobre todo en relación con el celibato. Se anota, como camino de integración de la afectividad, ese acontecimiento apostólico. Se trata de una especie de sublimación de los impulsos de la afectividad por medio de la acción. Y la Vida Religiosa transcurre sin crisis, con tal de que las obras perduren con sentido apostólico. Por eso se experimenta frecuentemente pavor, casi inconsciente, ante las críticas a las obras o ante tentativas de cambios o de cerrarlas. Tal vez no se percibe claramente que el soporte de la vocación a la Vida Religiosa son las obras en su eficiencia y en su sentido apostólico. Tocar este punto es herir el núcleo de la vocación del religioso.

Crisis

El problema surge cuando esa actividad apostólica pierde su sentido en si misma o deja de ser el sentido de la vida del religioso o de la religiosa. Inmediatamente se manifiesta a nivel de la afectividad. Tal situación puede desencadenarse de muchas maneras.

Alguien puede percibir, en determinado momento, que su actividad apostólica podría ser más eficiente fuera del marco de la Vida Religiosa. La experiencia nos ha mostrado que ciertos casados logran una vida de compromiso en inserción más radical que los religiosos. Precisamente gracias a la ayuda afectiva que se dan mutuamente. Entonces la joven o el joven religioso se pregunta: ¿Para qué permanecer en la Vida Religiosa si puedo hacer lo mismo, y tal vez mejor, saliendo y casándome? El enriquecimiento y aburguesamiento de tantas estructuras de la Vida Religiosa, con mil justificaciones de servicio, han producido la sensación de empequeñecimiento y no de ayuda al servicio apostólico. Las personas que entraron en vista de ese compromiso radical no ven por qué continuar. Como laicos casados serían auténticos. Lo mismo sucede en relación a la tarea educativa

¿Cuántos laicos desempeñan el papel de educadores, aun en el campo religioso, de manera superior al religioso? Ya no se consigue ver ninguna diferencia entre esos laicos y los religiosos en lo que respecta a la actividad apostólica. Entonces, ¿por qué ser religioso?

Hay casos aún más elocuentes. Algunos ex-religiosos, después de dejar la Vida Religiosa, desempeñan en obras apostólicas de su propia Congregación un trabajo apostólico más explícito y eficiente que el que hacían antes y que el de muchos de sus ex-colegas que están actualmente más absorbidos por tareas administrativas, económicas, sin irradiación pastoral. Los contrastes se vuelven chocantes: laicos encargados de la formación religiosa de los alumnos, y religiosos ocupados en administración de casas y fincas. El desestímulo a la perseverancia de religiosos idealistas es enorme, si entraron a la Vida Religiosa sólo por la perspectiva apostólica.

El término normal de la crisis es la salida. Así, aquellos que comprueban, al término de cierta experiencia y reflexión, que podrían realizar el mismo o mejor servicio apostólico fuera de la Vida Religiosa, terminan poco motivados y desisten.

El precio de la renuncia al matrimonio es demasiado grande para hacer un trabajo igual o peor apostólicamente. Tal Vida Religiosa ya no parece justificarse.

Esta crisis ha sido fatal para muchos religiosos. Y las congregaciones que se habían estructurado en esa perspectiva sufren un agotamiento rápido e inevitable. Da la impresión de que sólo quedaron aquellos que, por razones psicológicas u otras de menor monta, no quisieron arriesgar el cambio y prolongan un ritmo rutinario ya establecido, o también aquellos para quienes la razón de ser de la Vida Religiosa estaba más allá de la mediación de la actividad apostólica. Funciona más la ley de la inercia que el impulso apostólico.

Este modelo ha sufrido también el conflicto inevitable entre las estructuras apostólicas creadas, algunas muy pesadas y de poca agilidad, y la natural creatividad apostólica de las nuevas generaciones.

Como el fundamento último de la Vida Religiosa en este momento es el apostolado, el peso de las estructuras apostólicas acaba por generar crisis y salidas, a veces en masa, de religiosos y religiosas. No se consigue detenerlos con recomendaciones de paciencia ni con invocación de autoridades que repiten discursos laudatorios de las obras tradicionales o de confianza en las estructuras por encima de la visibilidad de sus resultados, etc. Este tipo de argumentación refuerza el modelo de la Vida Religiosa a partir únicamente de la eficiencia apostólica, y revela así su vulnerabilidad profunda.

Evidentemente, hay religiosos que perseveran aunque ya no creen en la razón última de su entrada: la eficiencia apostólica. Pero continúan bajo el impacto censurador del super-ego o de las presiones de los condicionamientos socio-culturales. Salir significa desmoronarse completamente.

En este modelo es frecuente que la virginidad consagrada, cuando ya no está sostenida por el impulso apostólico, tenga que ser mantenida a base de ascesis y aun de represión. Se trata de una ascesis más cercana a la disciplina que al amor.

Algunas Congregaciones buscan soluciones coyunturales en una verdadera farándula de nuevas obras apostólicas. Viven cambiando las actividades. Y la novedad va manteniendo el entusiasmo. ¿Hasta cuándo? Así se ha visto cómo algunas que tenían colegios salieron para Parroquias. Fue un entusiasmo. Cansadas de parroquias, fueron a la inserción. Resucitó de nuevo el entusiasmo. Y cuando se cansen de la inserción, ¿a dónde irán?

Otros encuentran solución en un conformismo escéptico. Ya es demasiado tarde para salir. Van llevándola... casi de manera fatalista. Pero sufren la angustia latente del constatado fracaso de una vocación que tuvo un día sentido y hoy carece de él.

Otros, sin embargo, permanecen porque la Vida Religiosa les ofrece una existencia cómoda, burguesa, mediocre. La comunidad no pasa de ser un "hotel de solterones" que ya no creen en la razón de ser de la vida que llevan o, en caso menos trágico, aceptan el pequeño bien apostólico que hacen, sabiendo que en otra parte podrían hacer mucho más, pero ya no tienen valor para tanto.

3. Conclusión

El problema fundamental no está en saber cuál fue la experiencia primera que nos llevó a la Vida Religiosa. Si fue la experiencia-base, tenemos ahí una garantía de la autenticidad de la Vida Religiosa, con tal de que sea alimentada, cultivada. Si fue una razón apostólica la que nos llevó a la Vida Religiosa, tenemos que preguntarnos si nos detuvimos ahí. Si esa experiencia no evoluciona hacia la experiencia-base, las garantías de perseverancia y felicidad en la Vida Religiosa son pocas.

Por tanto, la conclusión más importante está en el sentido de que todos debemos procurar cultivar la experiencia-base, sea porque ya estuvo presente desde el comienzo, sea porque fue surgiendo a lo largo de la Vida Religiosa. El compromiso con el hermano, el entusiasmo apostólico, pueden ser mediaciones valiosas para descubrir la dimensión "fundante" del "Sólo Dios Basta". Este trabajo parece ser fundamental en el tiempo de la formación. Si no se cultiva la experiencia-base o si no se lleva al joven religioso a descubrirla en otras mediaciones que a primera vista lo atraían, estaremos preparando crisis futuras y deserciones.

Si una Congregación está especialmente centrada en las actividades pastorales, necesita referir sus reflexiones a la experiencia "fundante", para después sacar de ahí luz, fuerza, entusiasmo para las actividades. Esta sería la verdadera vuelta a la fuente original de la vida y del carisma. Sin ese retorno, toda actualización carece de seriedad y profundidad.

En el fondo, no hay dos modelos de Vida Religiosa. Hay uno solo: aquel que arranca de la experiencia-base. Pero hay dos maneras de llegar a tal experiencia: haberla hecho desde el comienzo o ir lentamente aproximándose a ella, a partir de las mediaciones apostólicas. No se pueden ver las mediaciones pastorales como si fuesen el último constitutivo de la Vida Religiosa, sino como expresiones de la experiencia-base.

Como vivimos en un mundo secularizado donde, ante todo, se valoran las acciones, la eficacia, el trabajo, es normal que las vocaciones surjan a partir del interés por la actividad. Será fatal para ellas si se detienen en esa motivación. La formación deberá llevarlas al núcleo de la Vida Religiosa: disponibilidad radical a Dios en la entrega de sí desde dentro y envolviendo a profundidad la afectividad. Los Ejercicios Espirituales de San Ignacio son, sin duda, excelente ayuda para descubrir esa experiencia espiritual en profundidad. Y el ritmo de oración la alimenta. Son recursos tradicionales que no caducarán. Cada día se muestran más necesarios, sobre todo para jóvenes en cuya infancia el elemento religioso no estuvo tan presente.

La existencia de la experiencia-base no es garantía exclusiva de perseverancia. Ante todo, se tiene que probar, constatar, la autenticidad de tal experiencia. En términos espirituales: discernirla. Como toda experiencia humana, lleva consigo ciertamente elementos ambiguos, deficiencias psíquicas y otras impurezas. Sólo el trabajo, cultivo y purificación van profundizándola y dándole consistencia. Sin duda, la opción por los pobres se presenta hoy como una de las mediaciones privilegiadas para profundizar esa experiencia-base.

"Sólo Dios Basta" es la raíz. Las ramas pueden ser muchas y estarán vivas en la medida en que participen de la savia que viene de la raíz. Una raíz que no crece y no se ramifica puede también morir. Por tanto, la riqueza de la Vida Religiosa está en mantener siempre clara su experiencia-base y articularla con las formas de servicio a los hermanos. De modo explícito, con la reflexión, el estudio y la oración.

(Libanio, Joao-B. SAL-TERRAE/88/06. Págs. 465-479; “Boletín de la CLAR” 23 -1985-, Nº 9)

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jueves, diciembre 11, 2008

¿PUEDE ESTAR ENFERMA UNA SOCIEDAD? -(Erich Fromm, 1955)

Psicoanálisis de la sociedad contemporánea
Erich Fromm
1955



II - ¿PUEDE ESTAR ENFERMA UNA SOCIEDAD? - PATOLOGIA DE LA NORMALIDAD (1)

Decir que una sociedad carece de salud mental implica un supuesto discutible contrario a la actitud de relativismo sociológico que sustentan hoy la mayor parte de los sociólogos científicos, los cuales postulan que una sociedad es normal por cuanto que funciona, y que la patología sólo puede definirse por relación a la falta de adaptación del individuo al tipo de vida de su sociedad.

Hablar de una “sociedad sana” presupone una premisa diferente del relativismo sociológico. Únicamente tiene sentido si suponemos que puede haber una sociedad que no es sana, y este supuesto, a su vez, implica que hay criterios universales de salud mental válidos para la especie humana como tal y por los cuales puede juzgarse del estado de salud de cualquier sociedad. Esta actitud de humanismo normativo se basa en algunas premisas fundamentales.

La especie “hombre” puede definirse no sólo anatómica y fisiológicamente: los individuos a ella pertenecientes tienen en común unas cualidades psíquicas básicas, unas leyes que gobiernan su funcionamiento mental y emocional, y las aspiraciones o designios de encontrar una solución satisfactoria al problema de la existencia humana. Es cierto que nuestro conocimiento del hombre es aún tan incompleto que todavía no podemos dar una definición satisfactoria del hombre en un sentido psicológico. Es incumbencia de la “ciencia del hombre” llegar finalmente a una definición correcta de lo que merece llamarse naturaleza humana. Lo que se ha llamado muchas veces “naturaleza humana” no es más que una de sus muchas manifestaciones —y con frecuencia una manifestación patológica—, y la misión de esa definición errónea ha consistido habitualmente en defender un tipo particular de sociedad presentándolo como resultado necesario de la constitución mental del hombre.

Contra ese uso reaccionario del concepto de naturaleza humana, los liberales, desde el siglo XVIII, han señalado la maleabilidad de esa naturaleza y la influencia decisiva que sobre ella ejercen los factores ambientales. Aunque esto es cierto y muy importante, ha conducido a muchos sociólogos a suponer que la constitución mental del hombre es una hoja de papel en blanco en la que escriben sus respectivos textos la sociedad y la cultura, y que por sí misma no tiene ninguna cualidad intrínseca. Esta suposición es tan insostenible, y exactamente tan destructora del progreso social, como la opinión opuesta. El problema consiste en inferir el núcleo común a toda la especie humana de las innumerables manifestaciones de la naturaleza humana, tanto normales como patológicas, según podemos observarlas en diferentes individuos y culturas. La tarea consiste, además, en reconocer las leyes inherentes a la naturaleza humana y las metas adecuadas para su desarrollo y despliegue.

Este concepto de la naturaleza humana difiere mucho del sentido en que se usa convencionalmente la expresión “naturaleza humana”. Exactamente como el hombre transforma el mundo que lo rodea, se transforma a sí mismo en el proceso de la historia. El hombre es su propia creación, por decirlo así. Pero así como sólo puede transformar y modificar los materiales naturales que le rodean de acuerdo con la naturaleza de los mismos, sólo puede transformarse a sí mismo de acuerdo con su propia naturaleza. Lo que el hombre hace en el transcurso de la historia es desenvolver este potencial y transformarlo de acuerdo con sus propias posibilidades. El punto de vista que adoptamos aquí no es ni “biológico” ni “sociológico”, si eso quiere decir que esos dos aspectos son independientes entre sí. Es más bien un punto de vista que trasciende de esa dicotomía por el supuesto de que las principales pasiones y tendencias del hombre son resultado de la existencia total del hombre, que son algo definido y averiguable, y que algunas de ellas conducen a la salud y la felicidad y otras a la enfermedad y la infelicidad. Ningún orden social determinado crea esas tendencias fundamentales, pero sí determina cuáles han de manifestarse o predominar entre el número limitado de pasiones potenciales. El hombre, tal como aparece en cualquiera cultura dada, es siempre una manifestación de la naturaleza humana, pero una manifestación que en su forma específica está determinada por la organización social en que vive. Así como el niño nace con todas las potencialidades humanas que se desarrollarán en condiciones sociales y culturales favorables, así la especie humana, en el transcurso de la historia, se desarrolla dentro de lo que potencialmente es.

La actitud del ‘humanismo normativo’ se basa en el supuesto de que aquí, como en cualquiera otra cuestión, hay soluciones acertadas y erróneas, satisfactorias e insatisfactorias, del problema de la existencia humana. Se logra la salud mental si el hombre llega a la plena madurez de acuerdo con las características y las leyes de la naturaleza humana. El desequilibrio o la enfermedad mentales consisten en no haber tenido ese desenvolvimiento. Partiendo de esta premisa, el criterio para juzgar de la salud mental no es el de la adaptación del individuo a un orden social dado, sino un criterio universal, válido para todos los hombres: el de dar una solución suficientemente satisfactoria al problema de la existencia humana.

Lo que es muy engañoso, en cuanto al estado mental de los individuos de una sociedad, es la “validación consensual” de sus ideas. Se supone ingenuamente que el hecho de que la mayoría de la gente comparte ciertas ideas y sentimientos demuestra la validez de esas ideas y sentimientos. Nada más lejos de la verdad. La validación consensual, como tal, no tiene nada que ver con la razón ni con la salud mental. Así como hay una ‘folie á deux’, hay una ‘folie á millions’. El hecho de que millones de personas compartan los mismos vicios no convierte esos vicios en virtudes; el hecho de que compartan muchos errores no convierte a éstos en verdades, y el hecho de que millones de personas padezcan las mismas formas de patología mental no hace de esas personas gentes equilibradas.

Hay, no obstante, una diferencia importante entre la perturbación mental individual y la social, que sugiere una distinción entre los conceptos de defecto y de neurosis. Si una persona no llega a alcanzar la libertad, la espontaneidad y una expresión auténtica de sí misma, puede considerarse que tiene un defecto grave, siempre que supongamos que libertad y espontaneidad son las metas que debe alcanzar todo ser humano. Si la mayoría de los individuos de una sociedad dada no alcanza tales metas, estamos ante el fenómeno de un defecto ‘socialmente modelado’. El individuo lo comparte con otros muchos, no lo considera un defecto, y su confianza no se ve amenazada por la experiencia de ser diferente, de ser un proscrito, por decirlo así. Lo que pueda haber perdido en riqueza y en sentimiento auténtico de felicidad está compensado por la seguridad de hallarse adaptado al resto de la humanidad, ‘tal como él la conoce’. En realidad, su mismo defecto puede haber sido convertido en virtud por su cultura, y puede, de esta manera, procurarle un sentimiento más intenso de éxito.

Ejemplo de ello es el sentimiento de culpa y de ansiedad que las doctrinas de Calvino despertaban en las gentes. Puede decirse que la persona que se siente abrumada por la sensación de su impotencia e indignidad, por la duda incesante de si se salvará o será condenada al castigo eterno, que es incapaz de sentir la verdadera alegría, padece un defecto grave. Pero ese mismo defecto fue culturalmente modelado: se le consideraba particularmente valioso, y así quedaba el individuo protegido contra la neurosis que habría adquirido en otra cultura en la que el mismo defecto le produjera una sensación de inadaptación y aislamiento profundos.

Spinoza formuló muy claramente el problema del defecto socialmente modelado. Dice: “Muchas personas se sienten poseídas de un mismo afecto con gran persistencia. Todos sus sentidos están tan profundamente afectados por un solo objeto, que creen que este objeto está presente aun cuando no lo está. Si esto ocurre mientras la persona está despierta, se la cree perturbada... Pero si la persona codiciosa sólo piensa en dinero y riquezas, y la ‘ambiciosa’ sólo en fama, no las consideramos desequilibradas, sino únicamente molestas, y en general sentimos desprecio hacia ellas. Pero en realidad la avaricia, la ambición, etc., son formas de locura, aunque habitualmente no las consideremos ‘enfermedades’” (2).

Estas palabras fueron escritas hace unos centenares de años, y todavía siguen siendo ciertas, aunque los defectos han sido hoy culturalmente modelados en tan gran medida, que en general ya no se les considera molestos ni despreciables. Hoy nos encontramos con personas que obran y sienten como si fueran autómatas; que no experimentan nunca nada que sea verdaderamente suyo; que se sienten a sí mismas totalmente tal como creen que se las considera; cuya sonrisa artificial ha reemplazado a la verdadera risa; cuya charla insignificante ha sustituido al lenguaje comunicativo; cuya sorda desesperanza ha tomado el lugar del dolor auténtico. De esas personas pueden afirmarse dos cosas. Una es que padecen un defecto de espontaneidad e individualidad que puede considerarse incurable. Al mismo tiempo, puede decirse que no difieren en esencia de millones de otras personas que están en la misma situación. La cultura les proporciona a la mayor parte de ellas normas que les permiten ‘vivir con un defecto sin enfermarse’. Es como si cada cultura proporcionase el remedio contra la exteriorización de síntomas neuróticos manifiestos que son resultantes del defecto que ella misma produce.

Supongamos que en nuestra cultura occidental dejaran de funcionar sólo por cuatro semanas los cines, la radio, la televisión, los eventos deportivos y los periódicos. Cerrados todos esos medios de escape, ¿cuáles serían las consecuencias para las gentes reducidas de pronto a sus propios recursos? No me cabe duda en que, aun en tan breve tiempo, ocurrirían miles de perturbaciones nerviosas, y que muchos miles más de personas caerían en un estado de ansiedad aguda no diferente del cuadro que clínicamente se diagnostica como “neurosis” (3). Si se suprimieran los opiáceos contra el defecto socialmente modelado, haría su aparición la enfermedad manifiesta.

El modelo o patrón proporcionados por la cultura no funcionan para una minoría, constituida con frecuencia por individuos cuyo defecto individual es más grave que el de las personas corrientes, de suerte que los remedios que ofrece la cultura no bastan para evitar la exteriorización de la enfermedad manifiesta. (Un caso de esto es el de la persona que tiene por objetivo de su vida el poder y la fama. Aunque ese objetivo es, en sí mismo, un objetivo patológico, hay, sin embargo, una diferencia entre la persona que usa sus facultades o poderes para alcanzar ese objetivo de un modo real, y la persona más gravemente enferma que, habiendo salido aún muy poco de sus fantasías infantiles, no hace nada para alcanzar esa meta, sino que espera un milagro, con lo que se siente cada vez más impotente y acaba en una sensación de inutilidad y amargura.) Pero hay también personas cuya estructura caracterológica, y por lo tanto sus conflictos, difieren de los de la mayoría, de suerte que los remedios que son eficaces para la mayor parte de sus prójimos no les sirven de nada. En este grupo encontramos a veces personas de integridad y sensibilidad superiores a las de la mayoría, e incapaces por esta misma razón de aceptar los opiáceos culturales, al mismo tiempo que no son suficientemente saludables y fuertes para vivir abiertamente “contra la corriente”.

Las anteriores observaciones acerca de la diferencia entre neurosis y defecto socialmente modelado pueden dejar la impresión de que, sólo con que la sociedad proporcione los remedios contra la exteriorización de síntomas manifiestos, todo irá bien, y podrá seguir funcionando suavemente, por grandes que sean los defectos que cree. Pero la historia nos demuestra que no es así.

Es cierto, desde luego, que el hombre, a diferencia del animal, da pruebas de una maleabilidad casi infinita: así como puede comer casi todo, vivir en cualquier clima y adaptarse a él, difícilmente habrá una situación psíquica que no pueda aguantar y a la que no pueda adaptarse. Puede vivir como hombre libre y como esclavo; rico y en el lujo, y casi muriéndose de hambre; puede vivir como guerrero, y pacíficamente; como explotador y ladrón, y como miembro de una fraternidad de cooperación y amor. Difícilmente habrá una situación psíquica en que el hombre no pueda vivir, y difícilmente habrá algo que no pueda hacerse con él y para lo cual no pueda utilizársele. Todas estas consideraciones parecen justificar el supuesto de que no hay nada que se parezca a una naturaleza común a todos los hombres, y eso significaría en realidad que no existe una especie “hombre”, salvo en el sentido fisiológico y anatómico.

Pero, no obstante todas estas pruebas, la historia del hombre revela que hemos omitido un hecho: los déspotas y las camarillas dominantes pueden subyugar y explotar a sus prójimos, pero no pueden impedir las reacciones contra ese trato inhumano. Sus súbditos se hacen medrosos, desconfiados, retraídos, y, si no es por causas exteriores, esos sistemas caen en determinado momento, porque el miedo, la desconfianza y el retraimiento acaban por incapacitar a la mayoría para actuar eficaz e inteligentemente. Naciones enteras, o sectores sociales de ellas, pueden ser subyugados y explotados durante mucho tiempo, pero reaccionan. Reaccionan con apatía, o con tal falta de inteligencia, iniciativa y destreza, que gradualmente van siendo incapaces de ejecutar las funciones útiles para sus dominadores. O reaccionan acumulando odio y ansia destructora capaces de acabar con ellos mismos, con sus dominadores y con su régimen. Además, su reacción puede crear tal independencia y ansia de libertad, que de sus impulsos creadores nace una sociedad mejor. Que la reacción tenga lugar, depende de muchos factores; factores económicos y políticos, y el clima espiritual en que viven las gentes. Pero cualquiera que sea la reacción, el aserto de que el hombre puede vivir en casi todas las situaciones no es sino media verdad, y debe ser completado con este otro: que si vive en condiciones contrarias a su naturaleza y a las exigencias básicas de la salud y el desenvolvimiento humanos, no puede impedir una reacción: degenera y parece, o crea condiciones más de acuerdo con sus necesidades.

Que la naturaleza humana y la sociedad pueden tener exigencias contradictorias y, por lo tanto, que puede estar enferma una sociedad en conjunto, es un supuesto que formuló muy explícitamente Freud, y del modo mas detenido en su ‘Civilization and Its Discontent’ (trad. esp., Malestar en la cultura).

Freud parte de la premisa de una naturaleza humana común a toda la especie, a través de todas las culturas y épocas, y de ciertas necesidades y tendencias averiguables, inherentes a esa naturaleza. Cree que la cultura y la civilización se desarrollan en contraste cada vez mayor con las necesidades del hombre, y llega así a la idea de la “neurosis social”. “Si la evolución de la civilización —dice— tiene una analogía tan grande con el desarrollo del individuo, y si en una y otro se emplean los mismos métodos, ¿no puede estar justificado el diagnóstico de que muchas civilizaciones —o épocas de ellas— y posiblemente la humanidad toda, han caído en la ‘neurosis’ bajo la presión de las tendencias civilizadoras? Para la disección analítica de esas neurosis, pueden formularse recomendaciones terapéuticas del mayor interés práctico. No diría yo que ese intento de aplicar el psicoanálisis a la sociedad civilizada sea fantástico o esté condenado a ser infructuoso. Pero debemos ser muy cautos, no olvidar que, después de todo, tratamos sólo de analogías, y que es peligroso, no sólo para los hombres sino también para las ideas, sacarlos de la región en que nacieron y maduraron. Además, el diagnóstico de neurosis colectivas tropezará con una dificultad especial. En la neurosis de un individuo podemos tomar como punto de partida el contraste que se nos ofrece entre el paciente y su medio ambiente, que suponemos que es ‘normal’. No dispondríamos de ningún fondo análogo para una sociedad afectada similarmente, y habría que suplirlo de alguna otra manera. Y en lo que respecta a la aplicación terapéutica de nuestros conocimientos, ¿de qué valdría el análisis más penetrante de las neurosis sociales, ya que nadie tiene poder para obligar a la sociedad a adoptar la terapia prescrita? A pesar de todas estas dificultades, podemos esperar que alguien se aventure algún día a esta investigación de la patología de las sociedades civilizadas” (4).

Este libro se aventura a esa investigación. Se funda en la idea de que una sociedad sana es la que corresponde a las necesidades del hombre, no precisamente a lo que él cree que son sus necesidades, porque hasta los objetivos más patológicos pueden ser sentidos subjetivamente como lo que más necesita el individuo; sino a lo que objetivamente son sus necesidades, tal como pueden descubrirse mediante el estudio del hombre. Así, pues, nuestra primera tarea es averiguar cuál es la naturaleza del hombre y cuáles son las necesidades que nacen de esa naturaleza. Después habremos de examinar el papel de la sociedad en la evolución del hombre y estudiar su papel ulterior en el desarrollo del individuo humano, así como los ‘conflictos recurrentes entre la naturaleza humana y la sociedad’, y las consecuencias de esos conflictos, particularmente en lo que respecta a la sociedad moderna.


NOTAS

1 En este capítulo he aprovechado mi trabajo “Individual and Social Origins of Neurosis”, Am. Sbc. Reo., IX, 4, 1944; pp. 380 ss.
2 véase Spinoza, Ética, prop. IV, esc.44
3 Con diversos grupos de estudiantes no graduados de universidad hice el siguiente experimento: se les pidió que imaginaran que iban a pasar solos tres días en sus habitaciones, sin radio, sin libros de entretenimiento, pero con “buena” literatura, alimentación normal y todas las demás comodidades materiales, y que dijeran cuál sería su reacción a dicha experiencia. La respuesta del 90% aproximadamente de cada grupo fluctuó entre una sensación de pánico agudo y la de una experiencia extraordinariamente molesta que vencerían durmiendo mucho y haciendo todo género de pequeños quehaceres, mientras esperaban ansiosamente la terminación del plazo. Sólo los de una pequeña minoría creían que se sentirían a gusto y disfrutarían del tiempo en que estuvieran entregados a sí mismos.
4 S. Freud, ‘Civiliazation and Its Discontent, trad. del alemán por J. Riviére. The Hogarth Press, Lt., Londres, 1953, pp. 141-42. (El subrayado es mío.) Hay traducción al español, con el título de ‘Malestar en la cultura.

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