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Nombre: Alforja Calasanz
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lunes, octubre 13, 2008

Una familia, un dólar por día

Unos 2.600 millones de familias malviven con un presupuesto raquítico: dos dólares o menos al día. La crisis alimentaria los ha hecho aún más pobres. Es la especulación del hambre. Este es un viaje a la empobrecida Etiopía.

RAMÓN LOBO
El País Semanal
Proa, La nación, 5.X.2008


La familia de Abiyu Yasin no sabe dónde está Chicago. Ni que en esa ciudad estadounidense se halla la sede del mercado que regula los precios mundiales de los granos y otros alimentos de primera necesidad.

Tampoco sabe que la soya subió más del 90% en un año, que el trigo se encareció un 130% y que hay problemas graves con el arroz, plato básico de 3.000 millones de seres humanos.

La geografía vital de los Yasin carece de matices, su mundo es la pobreza extrema y el hambre. Sobreviven en Oromia, una región aislada del centro de Etiopía que depende de la lluvia y la suerte y en la que los grandes comerciantes locales están amasando fortunas a costa de la desgracia ajena. Lo llaman libre mercado.

Hay países, Nigeria y Guinea Ecuatorial entre otros, para los que su principal fuente de riqueza es el petróleo; otros, como Kenia, atraen turistas deseosos de aventura. En Etiopía, el negocio es la pobreza, esos dos millones de dependientes crónicos que en una crisis se duplican o triplican. Toda la ayuda humanitaria que entra en el país está sujeta al pago de impuestos. A veces se abona en especies, granos que emergen después en los mercados pese a los sellos de “prohibida su venta” estampados en el lomo de las sacas; otras se cobra en divisas: cientos de millones de euros que no han modificado sustancialmente las condiciones de vida de personas condenadas a la subsistencia porque se perdieron por los desagües de la corrupción.

A un occidental que estira cada mañana el brazo y gira la muñeca para obtener abundante agua caliente bajo la ducha, le puede resultar difícil comprender las estadísticas de la miseria, que 1.100 millones de personas del Tercer Mundo no tienen acceso a agua potable o que una familia de Oromia, como los Yasin, debe caminar tres o más horas para llenar sus bidones de un líquido pardo, denso e insalubre con el que se lavan, beben y cocinan; apenas cinco litros diarios por persona, los mismos que se gastan en Occidente cuando alguien tira de la cadena del retrete.

Josette Sheeran, directora general del Plan Alimentario Mundial (PAM), organización de la ONU dedicada a combatir el hambre, trató de poner rostro a la escalada de los precios de los alimentos en los mercados internacionales. Explicó en The Economist que una familia que dispone de $2 (¢1.120) al día (el caso de 1.500 millones de personas) deberá sacar a sus hijos de la escuela para hacer frente al incremento del gasto; que los que viven con $1 (¢560) (que son 1.000 millones) deberán recortar su alimentación a una única comida diaria, y que los que malviven con 50 céntimos (¢280) (cerca de 100 millones) están en grave riesgo: son los que morirán si no se actúa con urgencia y eficacia, pues el PAM y otras organizaciones similares son también víctimas de la subida: igual presupuesto, menos cantidad de alimentos, menos raciones y beneficiarios.

En el mapa de la pobreza crónica (que en África recorre una franja que abarca Malí, Burkina Faso, Níger, Chad, Sudán, Etiopía, Eritrea y Somalia) es difícil establecer la división entre los que viven con $2, $1 y 50 céntimos. No es sencillo determinar el grado exacto de miseria en un mundo de penuria, desgracia y muerte. La zanja es otra: los que se enriquecen y los que sufren.

En Sanbate Lencho, una aldea a unos 300 km. al sur de Addis Abeba, Adaru Kurkure vigila las cuatro vacas que le quedan. Son su despensa, la única reserva de la que dispone para resistir hasta la cosecha de setiembre. En este mal año, en el que fallaron las breves lluvias de enero y febrero, ha perdido gran parte de su patrimonio: tuvo que malvender cuatro y otras dos murieron.

En el mercado de Sembete no se paga demasiado por ellas, pues son muchos los que acuden a comerciar en tiempos de penuria: 800 birr (unos ¢37.000) por una vaca sana, lo que ahora cuesta un quintal de maíz. Lo llaman la ley de la oferta y la demanda.

Ganaderos como Kurkure, que ha cumplido los 55 años (la esperanza de vida en su país es de 52; dos más para las mujeres), serían candidatos perfectos para la categoría de los que viven con cerca de $2 al día, pero en esta zona de África, en el centro del majestuoso valle del Riff que desciende hasta Kenia, cuando no llueve, la tierra se seca rápidamente y se evaporan la aritmética y los decimales.

El cabeza de familia de los Kurkure (tres hijos, de ocho, cinco y tres años, que comparten choza de barro y paja con sus abuelos y los animales) desgrana su vida acuclillado sobre un promontorio: “Nos despertamos con el sol. Antes tomábamos café. Las mujeres iban a buscar agua, y los hombres, a pedir trabajo. Teníamos otras dos comidas antes de acostarnos. Una a las 2, y otra al caer el sol. Ahora solo comemos una vez, a las 7 de la noche. Las vacas no dan leche porque no comen suficiente. No llovió en el momento que lo necesitábamos”, explica. Shegitu, que escucha cabizbaja las palabras de su hijo, mueve rítmicamente los dedos dentro de un cuenco de madera. En él hay unas hojas verdes que llama “regalo de naturaleza”. Son de repollo, el único alimento disponible.

Vivir cada día

El valor de las cosas en un mundo donde el horizonte de sus habitantes es tratar de llegar con vida al día siguiente, lo marca el precio de los alimentos. Mientras que una familia occidental destina el 20% de sus ingresos a la cesta de la compra, en lugares como Oromia se dedica el 80%. No hay margen para recortar otros gastos. Si sube el precio del cereal, se deja de comer. Aquí no hay electricidadm ni televisiónm ni frigoríficom ni ocio. Tampoco hay educación, ni cultura, ni futuro para unas mujeres que a diario dedican entre cuatro y ocho horas a buscar agua. Casi el 100% son analfabetas y el 50% de los niños no son escolarizados.

En Berada Ashoka vive la familia de Daimo Meka. Ellos deberían representar a los que sobreviven con un dólar al día, la clase media de los más pobres. Daimo tiene 42 años y es agricultor, como el 80% de sus compatriotas. La última vez que su familia comió carne fue el 22 de diciembre, en la fiesta del Aïd Kebir, que se celebra dos meses y 10 días después del ayuno del Ramadán.

Los Meka, como la mayoría de los que viven en Oromia, son musulmanes. En aquella gran ocasión, compraron una vaca entre 20 familias.

Los Meka explican que los dueños del mercado, como todos llaman a los comerciantes locales, otorgan préstamos a los campesinos si la situación se vuelve insostenible. Por cada kilo de grano deberán devolver tres en la siguiente cosecha. A esa usura del 300% lo llaman interés. Kuftu, la mujer de Daimo, hoy está de suerte: un extranjero le regaló dos kilos que lanza al aire como si los granos fuesen perlas que vuelan. Hoy tienen un menú extraordinario: hojas de repollo con maíz.

Los campesinos de Oromia no tienen medios para conservar el grano. Desde la recogida disponen de un mes y medio para venderlo o comerlo, antes de que se seque y pudra. Los dueños del mercado adquieren las cosechas a 1,2 birr (unos ¢56) el kilo. Después esperan tranquilos a que se impaciente la demanda. Aunque a esta práctica se le podría llamar acaparamiento, aquí prefieren decirle previsión comercial.

En tiempos de lluvias abundantes, como el 2007, venden a 3 birr el kilo. Un buen margen. Este año, sin las pequeñas lluvias, los comerciantes exigen entre 7 y 8 birr. Las ganancias serán astronómicas. Los campesinos previsores adquirieron ovejas, cabras y vacas con aquel pago, así que podrán comer o vender. Los que no, quedaron presos en la estadística del máximo riesgo.

Durante el Gobierno comunista de Menguistu Halie Mariam todos estaban obligados a entregar parte de su producción a las cooperativas, una tasa que podía alcanzar el 50%. Las autoridades depositaban el grano en silos repartidos por los distritos y lo liberaban cuando había carestía. La puesta en circulación de miles de toneladas hundía los precios e impedía la especulación. De aquella dictadura, en la que miles de personas fueron asesinadas, solo quedan una mala memoria y unos almacenes abandonados. No lejos de ellos crecieron otros, más modernos, como los que se alinean en la localidad de Arsi Megmeli. Son propiedad de los dueños del mercado. En ellos se apilan miles de toneladas en espera del gran golpe.

Etiopía exporta electricidad a Sudán, pero raciona el suministro a sus ciudadanos. Existe una gran necesidad de divisas con las que pagar una deuda exterior que ha crecido con las guerras: Ogadén, Eritrea y ahora Somalia. Hay cortes de luz tres y cuatro días a la semana que afectan a empresas, escuelas, hospitales y particulares. Por los 240 kilómetros de la poblada carretera entre Addis Abeba y Shashamene, capital de los rastafaris, se desplazan camiones, coches, carros, animales y turistas que se asoman a este bellísimo país de 84 millones de habitantes.

En Holeta sorprende el paisaje: un mar de telas blancas, gigantescos invernaderos, donde se cultivan flores para la exportación, un negocio que el año pasado produjo $100 millones, cinco veces más que en el 2005. Para estas empresas, participadas por capitales indios, británicos, holandeses y alemanes, no faltan la electricidad ni el agua. Su negocio es prioridad nacional.

En Etiopía, el hambre es parte de su piel, su imagen internacional tras las hambrunas de los 80 y los conciertos organizados por Bob Geldof. También es una buena vía para la entrada de divisas. Para introducir al país una máquina que controla la salubridad del agua (en la Unión Europea cuesta 2.400 euros), las organizaciones humanitarias abonan impuestos por 1.800.

“Cuando se acaba la misión, las autoridades exigen que dejemos todo”, dice una fuente extranjera que no desea dar su nombre. “Lo que da más rabia es que no usan el material, se lo reparten o lo amontonan en un almacén”.

Tierra seca

En Sembete, en el centro de la sección española de Médicos Sin Fronteras (MSF), es jornada de baño. Decenas de niños que llegaron enfermos y desnutridos (un indicador de la hambruna) se alinean desnudos juntos a sus familiares. Los médicos y enfermeros muestran a los adultos los secretos de la buena higiene.

Algunos niños lloran, pero pasado el trago, parecen felices con sus ropas limpias. La escasez de agua salubre es una de las causas que explican la pobreza estructural de Oromia.

Apenas hay pozos porque uno de 400 metros puede costar 100.000 euros, y pantanos como el de Koka, construido por los italianos para compensar los destrozos causados en la ocupación fascista, tienen más barro que líquido.

Abiyu Yasim tiene 28 años y acompaña en el baño a Maru, su hijo de cuatro años ingresado en el centro de MSF. En Basa-Basa, a una hora de distancia en carro de Sembete, espera su mujer junto a Tigest, de cuatro meses. Es una aldea paupérrima y aislada en la que sus habitantes sobreviven con menos de un dólar al día.

“El año pasado comíamos maíz y papas que traíamos de las naciones del sur, pero este año no llega nada. El año pasado regalaban los ajos en el mercado de Rogi, pero este año no hay nada que regalar”. Como en los casos de las familias Kurkure y Meka, los Yasin también han reducido su alimentación a una comida de hojas de repollo. ¿Y cuando se acaben? “Entonces solo nos quedará rezar”, responde Helore, de 60 años, padre de Abiyu y jefe de la aldea.

Los habitantes de Basa-Basa se sientan en un apretado semicírculo para escuchar a los blancos. Algunas madres dan un pecho exhausto a unos niños grandes. “Maman hasta los tres años. Después comen lo mismo que todos. Si solo hay hojas de repollo, solo comen hojas de repollo”, dice una de ellas. La vida es dura en Basa-Basa. Las mujeres caminan cuatro horas de ida y otras cuatro de vuelta para conseguir un agua que podría masticarse.

“El Gobierno repartió ayuda al principio”, responde Kedir Gudiso cuando se les pregunta por el Estado. “Cincuenta kilos de grano y cuatro litros de aceite por cada 10 hombres, que se acabaron en 15 días. Desde junio no hemos vuelto a probar el maíz”.

El hospital más cercano está en Regalen. Entre médicos y transportes (autobuses y carretas tiradas por burros que sirven de ambulancia), la consulta sale por 1.000 birr (unos ¢58.000). “Si alguien necesita acudir al médico, todos ayudan a reunir el dinero”, explica Abiyu.

La madre de Kufa, un bebé que murió hace unas semanas, ha vuelto al centro de Sembete. Los médicos de MSF los enviaron al hospital, como mandan los protocolos impuestos por el Gobierno etíope, que limitan la acción de la emergencia a la medicina primaria y a atender a los niños desnutridos.

La madre cumplió con las normas, pero su hija murió en la espera porque en los hospitales hay un broker que necesita su tiempo para mediar entre el donante y el receptor, ajustar el precio de la sangre y el de su comisión. La madre ha regresado con otra hija, Dedi, que padece malaria. Si no recibe sangre, morirá. Esta vez se niega a volver al hospital. Solo quiere que los españoles salven a la niña.

Este bello país africano, que se enorgullece de no haber sido colonia de nadie (solo fue invadido por la Italia de Mussolini), está inmerso desde diciembre del 2006 en una guerra por delegación en Somalia. Desalojó de Mogadiscio a la Unión de Tribunales Islámicos a petición de Estados Unidos, que los consideraba radicales, y por interés propio (Etiopía y Somalia se disputan la soberanía del Ogadén, rico en gas natural).

Esa guerra que no va bien, se ha iraquizado con ataques constantes de los islamistas, ha obligado a reintroducir un impuesto del 10%, que existió en los años de la guerra con Eritrea, que se suma a los demás existentes.

El doctor Luisma Tello, del centro de Sembete, ha decidido no enviar al hospital a Dedi. Van a realizar la transfusión que necesita. Un primer obstáculo: la niña es O negativo y solo puede recibir del mismo grupo sanguíneo.

Los sanitarios recorren nerviosos las instalaciones rastreando donantes. Unos proponen ir en busca del padre, que vive a dos horas; otros organizan un concurso con premio para convencer a otros familiares y a los trabajadores locales de que se dejen analizar.

El coordinador Abdelkader está punto de tomar una decisión. “Hay que establecer límites. No podemos salvar a todo el mundo. No se debe perder la perspectiva de cuál es nuestra misión”, dice este francés de origen argelino.

Cuando todo parece estar en contra y estudian la posibilidad de claudicar, surge el donante milagroso. Tras cuatro horas de transfusión y un período de espera, la niña empieza a recuperarse. “Solo le hemos dado otra oportunidad. En un lugar así puede morirse mañana de cualquier otra enfermedad”, dice el doctor Emiliano Lucero.

Pese a que el caso de Dedi es solo una gota en el océano, una rara euforia, una sensación de triunfo sobre la muerte se instala en el campamento y los conmueve a todos, incluido Abdelkader, que se ha quitado un peso de encima: tener que poner cara y nombre a esos límites.

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