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miércoles, enero 30, 2008

OPINO QUE …

Manolo Nebot, escolapio
31 de Enero de 2008

Recientemente han llegado noticias sobre el alboroto en el ambiente teológico español producido por los Comentarios de Tarazona al libro sobre Jesús del P. José Antonio Pa¬gola y un coletazo de esta tor¬menta alcanza a este Tablón pues difunde sus comenta¬rios a la Palabra Domini¬cal, por eso opino que …

Opino no porque piense que mi opinión le importe a nadie. Ni porque tenga el atrevi¬miento de poner mi opinión junto a la de Schilebeck, Ratzinger, Renan, Harnack, Arriano, Nestorio; junto a los teólogos de Tarazona, ni de otros que mi ignorancia no me permite cono¬cer; ni tampoco junto a la de tantos buenos teólogos, obispos, cristia¬nos que a lo largo de la historia de la Iglesia han generado y animado la controversia arrianismo – ortodoxia – monofisismo.

Es una opinión que solo me interesa a mí pues, como ya se ha dicho y se ve, en este tablón viajan los comentarios del P. Pagola al evangelio domini¬cal y es mi persona la que debe tomar una decisión sobre estos envíos. Si la publico es a modo de ¨justificación editorial¨.

Vista la declaración del obispo de Tarazona, magisterio legítimo episcopal aunque sin mucha fuerza. Primero por no ser mi obispo. Después por ser solo una simple ¨declaración¨ sobre posibles peligros del Jesús del P. Pagola, declaración que se puede aplicar a cualquiera que hable de Jesús; Acaso no se dice que cualquier predicador es en el fondo un hereje; tercero, por dejar parte del peso de la prueba a los subalternos, a los Teólogos de Tarazona, siguiendo la clásica táctica de ¨lo han dicho ellos, yo no¨.

Vista también la advertencia de estos teólogos que la verdadera peligrosidad del P. Pa¬gola – quién lo iba a pensar. ¡tan buenito como se ve! - está en la gran cantidad de ‘páginas de internet’ que difunden sus escritos. No deja uno de sentirse aludido, no porque crea que los teólogos de Tarazona sepan de este flujo de electrones, sino por ser esta, evidentemente, una de esas páginas web que difunde sus escritos.

Vista también la amabilidad de los que me han escrito sobre este tema y su más grande amabilidad de no presionar para que los envíe o no, solo informándome del alboroto. Esta delicadeza no me permite dar la callada por respuesta.

Visto que uno no desea perjudicar a nadie, ni mucho mennos, colaborar en la destruc¬ción de la Iglesia. Solo hacer bien.

Visto también que no interviene la obediencia por lo que aun es un problema que debo resolver personalmente, me he puesto a cocinar el siguiente caldo de cabeza previo a la decisión que, visto el envío, se habrán dado cuenta cual es.

De entrada tengo que decir que no he podido leer el ‘Jesús’ del P. Pagola, no he podido conseguirlo. Por esto, de entrada, pueden decirme ‘por qué no te callas’. Pero con todo respeto no puedo hacer caso a Su Majestad porque con lo que he leído me he dado cuenta que no se trata de un pro¬blema de contenidos sino de método. Igual, para cen-trar la idea, que con la teología de la liberación, cuyo pro¬blema es fundamental¬mente ‘su método’. Y realmente así debe ser pues según la corrección del método, así será la verdad de las afirmaciones que se obtengan por ese método. Y, además, son verdades que se imponen sin dar lugar a opinión en contra. Quizá por eso es tan cues¬tionado el método de la teología de la liberación. Ya Sherlock Holmes – siempre es bueno hacer un refrescante caldo ligero - lo explica con mucha claridad al Dr. Watson en el libro Estudio en escarlata ¨Mire, querido Watson, después de eliminar todas las explica¬ciones probables, la que queda, por absurda que sea, esa es la solución¨.

Un ejemplo - Perdonen. Es vicio de maestros los ejemplitos. Más ligeros el caldo -. En Managua o cualquier otro lugar, le dicen al mensajero del colegio, ‘por favor, lleve esta carta a Dña Tal, mamá del alumno Cual que vive del Arbolito una cuadra al lago y me¬dia al norte. El mensajero, que no los conoce, entrega sin dudar la carta a Dña Tal, mamá del alumno Cual. Solo una condición que el camino indicado sea el correcto (mé¬todo) y sea correctamente seguido.

Por eso el problema de la verdad ´científica’ es un problema de método. – Un pizquita de Descartes nunca cae mal en cualquier caldo -.

Como el problema gira en torno al Cristo histórico; investigar la verdad de las afirmacio¬nes que se estructuran en el cuerpo de doctrina que llamamos ‘Cristo histó¬rico´ es lo mismo que preguntarse si hay un método llamado ‘historicidad de Cristo’ y si so¬mos capaces de determinar la calidad de dicho método. Si sí, podemos seguir ade¬lante; si no, mejor dejarlo pues solo será perder tiempo y papel.

Preguntarse sobre el Cristo histórico es preguntarse qué documentos críticamente acep¬tables tenemos. Externos al cristianismo muy pocos, y que resistan la más ele-men¬tal crítica ninguno. Que Flavio Josefo dijo de Jesús ‘esto’. Pues ‘esto’ no resiste una mínima crítica, sin necesidad de acudir a la falsificación de esa cita. Que había un grupo llamado ‘cristianos’ por seguir a un tal Crestos. También había otro de ‘bacan¬tes’ seguidores de un tal Baco y no por eso Baco existió, al menos con existencia em-pí¬rica.

Solo quedan, como documentos a través de los cuales conocemos a Cristo, los evan¬gelios. ¿Son documentos históricos?. Disculpen la pregunta. Se que huele a moho. Es-tá sacada del baúl de los recuerdos. Este es uno de los defectos de una cierta ma¬nera de hacer teología; volver siempre a lo mismo y de la misma forma.

Aunque se presentan como biografía de Jesús no se pueden considerar como docu-men¬tos históricos. Perdonen tanta obviedad y pedantería, es para seguir el hilo. Para no can¬sar el cuento basta con ver los relatos del acontecimiento fundamental para la vida cristiana como es la resurrección de Jesús. En una primera lectura sin nece¬sidad de profundizar mucho, se ve por sus evidentes contradicciones que esos documentos son histó¬ricamente falsos y si son los que nos hablan de la resurrección, se debe con-cluir que ésta es históricamente falsa, es decir, inaccesible a cualquier mé¬todo científi-co, sea el que sea.

Como evidentemente ni soy, ni somos los únicos inteligentes que leemos estos relatos dándonos cuenta de estas contradicciones, que por otra parte no se percibe el más mínimo esfuerzo por disimularlas. Como documentos falsos son muy malas falsifica-cio¬nes. Los que los elaboraron y pusieron juntos, tan inteligentes como noso¬tros, no mostraron ninguna inquietud ante estas contradicciones y aún así los presenta¬ron co-mo documentos verdaderos y necesarísimos para la felicidad de la humanidad. Enton-ces, ¿A qué verdad se referirán?. ¿De qué están hablando?. ¿Quién es ese Jesús del que hablan?. ¿Es un hombre, es Dios, es Superman, es mitad y mi¬tad, … o tres cuar-tos de uno? ¿Es a modo de un recipiente de perfume de suave aroma, Dios? ¿Es al-guien que sus segui¬dores divinizaron?.

Son las preguntas que los cristianos, lo seguidores de un tal Cresto, se han hecho, si¬guen haciéndose y siguen sin encontrar respuesta; quizá porque no exista. Y, mucho peor, sin encontrarse entre ellos.

Pareciera que los teólogos y su método son incapaces de resolver este problema. Al menos en dos mil años no han sido capaces de hacerlo y aparecen siempre liados en sus propios mecates.

Quizá es hora de escuchar a los que saben más que uno. Teilhard de Chardin - Qué mejor ingrediente para seguir con el caldo -, me pa¬rece recordar que en su libro El fenómeno humano, si no, a lo mejor, en éste otro, El medio divino, nos dice que la cien¬cia no avanza por acumulación de datos - en este caso con citas y más citas hasta ahogar al contrario -, sino con un cambio de punto de vista. Desde un perspectiva nueva.

Quizá sea hora de ver el problema desde una nueva - ¿nueva? - perspectiva que per¬mita ver un nuevo camino (odo) más recto (método) para resolver el problema.

Volvamos a los evangelios que son los documentos que en definitiva nos hablan explí-ci¬tamente de Jesús, centro del problema, por lo que el cambio del punto de vista debe empezar por el mismo Jesús.

Este Jesús del que nos hablan estos escritos, ¿Quién es?. ¿Hom¬bre?, ¿Dios?, ¿las dos co¬sas a la vez o sucesivamente?. ¿Nada de lo anterior?. ¿Nada de nada?. ¿Algo pero incognoscible?.

Siempre un buen menú debe ofrecer una buena ensalada hecha a base de ingredien¬tes – unos pocos, que nos son todos – que abarquen todas esas preguntas como, por ejemplo, puede ser la controversia nominalista entorno a si las palabras solo son eti-que¬tas o si responden a una realidad; como también el noumeno, esa realidad – hierba amarga - que aún si existiera no podríamos conocerla como nos dice Kant; o la proyección en un utopía de la subjetividad humana que explica Feurbach; o creación del proletariado para consolarse del sufrimiento de su vida, así opina Marx; o peor, imposición por parte de los sistemas de seguridad de los poderosos para castrar la rebel¬día de los oprimidos como proclama Lenín.

Aunque no son preguntas muy originales ayudan a centrar el problema, ¿El Jesús del evangelio hace referencia a una realidad, sea la que sea, o a la subjetividad de los au-to¬res, sean los que sean, de los evangelios?.

Una cosa esta clara. Nuestra realidad que llamamos ilusamente como objetiva y que nos esforzamos para que sea lo más objetiva posible, no es tal, ni puede ser tal, pues esa ´nuestra realidad objetiva’ es, en primera instancia, el espectáculo que nos pre¬senta ese autor teatral – debiera recibir el premio Nobel de literatura - que llamamos ‘nuestra mente’, que lo elabora no solo con datos supuestamente objetivos, si objeti¬vos son nuestros sentidos – de nuevo una pizquita de sabor cartesiano -, sino, tam¬bién, con datos de nuestra historia, de nuestro inconsciente, de nuestra forma de ser, estar y existir. La realidad en que nos encontramos sumergidos es en primera, instan¬cia una elaboración de nuestra mente. Y ‘nuestra realidad objetiva’ es lo que nuestra mente nos presenta como asimilado, como excusa, como justificación. Nuestra reali¬dad no es más que un testimonio de nuestra autocomprensión. Y en segunda instancia … ¿Hay segunda instancia?.

El Jesús protagonista de los evangelios es en primer lugar subjetividad, vivencia de personas y de grupos. Al escribir la historia de Jesús están escribiendo la comprensión de su propia historia. ¿Hay segundo lugar?. En esta autocomprensión aparece un dato incuestionable, la referencia a una realidad trascendente, por tanto, objetiva – aparece frente al sujeto y que no es el sujeto – pero por su misma trascendencia inaccesible a cualquier análisis documental que solo pueden decirnos que estos dicen ‘esto’, y dicen que ‘esto’ es ‘así’.

¿Existirá, pues, algún método que permita un acercamiento a la realidad, que somos nosotros, que soy yo.? Si existiera la posibilidad ¿podríamos concretarlo?.

Este método existe y es el método de la física – Principio de la comida china, integrar sabores contrarios, integrar positivismo con divinidad -. Desde luego no se trata de expresar esta realidad con ecuaciones matemáticas sino de hacer uso de las intuicio¬nes, las perspectivas que nacen de la mente y del método de la física, que preparan mejor para enfrentarse al problema teórico del Jesús de los evangelio que – principio de la comida china -, aunque parezca locura, que el del profesio¬nal de la teología.

La mente del físico está acostumbrada a enfrentarse con el misterio, la realidad que es desconocida en sí – de nuevo una pizquita de Kant da sabor al caldo - , y, humilde, solo trabaja con lo que él llama fenó¬meno. Lo que se llama realidad sabe que solo la intuye, como máximo, a través de una experiencia vital. A través de su experien¬cia el fí¬sico sabe que escupir al cielo es escupirse a sí mismo, pues sabe que todo lo que sube, baja. Como humanidad en Hiroshima y Nagasaki conoce algo que se ha venido en llamar energía atómica. Solo sospecha de realidades cuando su expe¬riencia perso¬nal se lo sugiere.

El físico sabe que la realidad es inalcanzable, inmanipulable pues al tratar de hacerlo esta se deshace entre las manos. Tratar de verla es aniquilarla.

Sólo en el bachillerato profesores y alumnos de física están seguros de los datos de la física. ¿Cuál es la velocidad de un carro, o un móvil, que con tales condiciones va de aquí a allá?. Hay que contestar con toda seguridad ¨tanto¨, ni más ni menos, y sin la menor duda a riesgo de aplazar el año. Pero en verdad es una mala respuesta; La co¬rrecta es ‘más o menos tanto´, ‘quizá tanto’.

Normalmente los físicos de bachillerato se olvidan de la teoría de errores. Al principio del curso se hace una referencia. Se habla del error absoluto y relativo, se resuelven algunos problemas, se hace una prueba corta, y de ahí en adelante la física se disfraza de seguridad.

Esto es posible hacerlo en el universo resumido que se presenta en el bachillerato. Un mundo en el que el ‘más o menos’ no importa; pero desde otras perspectiva, cuando el mundo no se resume y se trata de ver en su total complejidad, entonces el olvidado error estalla en la cara del físico y obliga a cambiar el lenguaje de la física; éste se vuelve más humilde y empieza a decir ‘no se’ solo que disimula y habla de ‘azar’, de ‘princi¬pio de indeterminación’, de ‘números mágicos’ de ‘ondas de probabilidad’. Es decir ‘puede que sí, puede que no’, ‘a lo mejor’ pero en fino. Es la expre¬sión moderna de la ¨Docta Ignorancia¨ de Nicolás de Cusa – un poco de especias cusanas siempre es bueno para digerir un caldo -.

El físico a pesar que sabe que su realidad no aguanta una mirada; ni buena, ni mala. Sabiendo que solo el intento de mirarla la desaparece, el físico no desespera, no bota la tiza y lo deja estar todo como imposible, sino que se esfuerza en asimilarla, en com¬prender, en conseguir una docta ignorancia.

Otra ventaja del método de la física es su sistema de evaluación. Cuentan de un inge¬niero romano – una anécdota siempre de ligereza al caldo - que a unos que le mostra¬ron su extrañeza por no saber demostrar el teorema de Pitágoras les contestó que él no necesitaba saberlo, que ya lo había demostrado Pitágoras, y él se fiaba de Pitágo¬ras. Que a él le bastaba comprobar que al aplicarlo ‘le salían bien las cosas’. Este ‘salir bien’ es la norma suprema de verdad para el método físico, cosa que no puede decir lo mismo el método teológico. La historia prueba que a la teología ‘no le salen bien las cosas’. Que no resuelve los problemas, quizá porque son insolubles. La teología llega a soluciones tipo noria, un continuo volver a lo mismo, Arrianismo, monofisismo, etc, etc,… y vuelta a empezar. Después de ¿1500 años? le cuelgan al P. Pagola el sanbenito – Dios quiera que solo sea expresión popular y no un revivir formas pasadas de hacer Iglesia - de arriano. Esto a la física no le ocurre porque está acostumbrada a resolver problemas por lo que el pasado es pasado y nunca regresa.

Aunque este ´salir bien´ hay que tomarlo con pinzas. En el caso de la bomba atómica ‘salió bien’ para el ejercito estadounidense, ‘salio sumamente mal’ para los inocentes y pacíficos habitantes de Hiroshima y Nagasaki. Pero sí es posible que ‘salga bien’ para la humanidad entera dentro de un tiempo.

El físico sabe que no sabe, que no puede saber. Sabe que a pesar de no saber, algo sabe – por ejemplo el n° ∞ -; pues al menos sabe lo suficiente para darse cuenta que no sabe, por lo que hay un punto de contacto de su saber con algo - ¿la realidad? - que le permite darse cuenta que la ignora, este punto de contacto es lo que llama fe-nó¬meno. – Agítese enérgicamente el caldo para que no se corte - Vitalmente tiene una experiencia de esa realidad, que no puede conocer, pero que imprime en él una como huella, el fenómeno. Y la huella sí la conoce pues es él mismo. Y sistematiza ese cono-cimiento en un ‘sistema de referencia´ que constituye un uni¬verso – que no es el que se ve al levantar la cabeza en una noche estrellada – definido por ‘grados de liber¬tad’ – que no es la libertad moral, sino las posibilidades distintas e independientes (de ahí la libertad) de aparecer el fenómeno. Así un universo con dos grados de libertad es un universo de dos dimensio¬nes, un universo de ‘n’ dimensiones tiene ‘n’ posibilidades de aparecer.

Permaneciendo a nivel de bachillerato elemental considero un universo de dos dimensio¬nes, dos posibilidades de aparecer el fenómeno. Llamadas ‘ejes de coordena¬das’, ‘eje X’ y ‘eje Y’, ´abcisas y ordenadas’ que según como sea el fenómeno serán espaciales, espa¬cio – temporales, número de personas – edad. Lo que sea. En el caso de Jesús podría ser ‘lo humano’ y ‘lo divino’. El modo concreto en que el fenómeno está en cada grado de libertad posible se llaman ‘componentes’; pero componentes del fenómeno, no de la realidad, por lo que el físico sabe que a pesar de llamarse ‘com¬ponentes’ no componen nada, no son ele¬mentos analíticos de una realidad, solo es el reflejo, la proyección del fenómeno sobre cada uno de los ejes, grados de liber¬tad, modos concretos de estar.

Como son grados de libertad – totalmente independientes - ambos ejes se llaman, ma¬temáticamente, ortogonales – en la pizarra se dibuja como dos rectas - eje X, eje Y - que se cortan formando un ángulo recto -, es decir que su proyección mutua es nula; es decir, son conjuntos disjuntos, su intersección es el conjunto vacío.

Y esto que sabe el físico, el teólogo lo ignora. El físico sabe que las componentes no son la realidad. Que la realidad no es la síntesis de los dos componentes, ni está en su punto de encuentro pues no se encuentran ya que son radical¬mente distintas entre sí y con la realidad; su punto de encuentro es el cero, su conjunto intersección es el con¬junto vacío.

Dicho de otra forma, el conjunto formado por todas las proposiciones sobre ¨Cristo histórico¨ y el formado por las proposiciones sobre ¨Cristo Dios¨ son disjuntos entre sí. Este es el grave error básico del viejo método teológico; no darse cuente que el eje X y el Y son ortogonales, que su proyección mutua es nula, su intersección es el con¬junto vacío.

En nuestro caso los ejes son ‘lo humano’ y ‘lo divino’ y el físico sabe que ni lo humano, ni lo divino son los componentes de la realidad Jesús, que éste es otra cosa que no cono¬cemos pero que se refleja en nuestra experiencia, fenómeno, que a su vez se proyecta, en dos grados de libertad, ‘humano’ y ‘divino’ y que ambos contenidos son totalmente disjuntos, por lo que no es posible alcanzar una síntesis a este nivel.

La forma de encontrar a Jesús no es conciliar lo humano con lo divino, sino tomar la intuición ‘humana’ o la ´divina’ – según la psicología, forma de ser y estar de cada uno - para ir al encuentro de Jesús.

Quizá lo aclare mejor un ejemplo – manías de maestro -. Cuando el profesor, el físico, quiere introducir a los alumnos de bachillerato en los misterios de cierta física toma como ejemplo a la luz y dice ‘es al mismo tiempo onda y partícula’ que desde luego entra en conflicto con el principio lógico de no contradicción que el profesor siguiente, el filósofo, les va enseñar junto a los otros principios de la lógica, que luego se los va a preguntar en un examen, y que el buen alumno debe repetir ‘… y el de no contradic¬ción´. Pareciera que es una buena forma de introducir mediante shock al estudiante en las rarezas de cierta física. Salvo un pequeño detalle, la luz NO ‘es al mismo tiempo onda y corpúsculo’. Los físicos desde hace tiempo presentan la luz con un chascarrillo, que luego se ha hecho universal. Dicen, ¨la luz NO es NI onda, NI partícula, sino todo lo contrario¨.

Cambiando lo que haya que cambiar se puede decir, aplicando el mismo chascarrillo, que ¨Jesús no es ni humano, ni divino sino todo lo contrario¨.

La naturaleza ondulante, la naturaleza corpuscular, como lo humano y lo divino son conceptos del fenómeno, no de la realidad, que no sabemos cómo es y quizá nunca lleguemos a conocerla.

Lo humano y lo divino, como partícula y onda, son las huellas, intuiciones, que la reali¬dad - Jesús, la luz – deja al pasar por nuestra experiencia.

Solo con esa intuición como puerta podemos entrar en el camino que quizá nos con¬duce a la realidad, si es que existe. Con una gran diferencia, al ser la luz una realidad inerte es probable que nunca la encontremos; en cambio Jesús que está vivo se hace el encontradizo de aquellos que entrando por la puerta de lo humano, o de lo divino – según la psicología de cada uno – lo buscan con sinceridad.

El viejo método teológico, que ignora esto, quiere con muy buena voluntad conciliar, pero este pretendido concilio no puede ser otro que el diálogo de los tres monitos, el que no quiere ver, el que no quiere oír, el que no quiere hablar. Y no hay concilio. Co-mo esta es materia que dice relación con el absoluto, se absolutiza esta incompren¬sión y mutuamente se descali¬fican. Y como lo divino dice relación con la salvación, el contrario que ha sido primeramente descalificado es visto también como obstáculo de esta salvación por lo que no solo se descalifica, sino que se elimina, ya que el mal debe ser arrancado de raíz; como prueba la historia de la Iglesia en las controver¬sias cristológicas. El santo nombre del buen Chus excusa para la descalificación, destie¬rro, asesinato y quizá genocidio. Encima, pensando con esto hacer algo grato a los ojos del buen Chus.

Como el viejo método teológico es de tipo ‘noria’, nada se supera, todo vuelve y se revuelve. Re¬gresa la misma controversia cristológica de siempre, aun con los mismos nombres, con la misma descalificación. No conozco al P. Pagola pero eriza todititos los pelos que uno tiene, la imagen con que concluyen los Teologos de Tarazona su tra¬bajo; como la de un viejo demoniaco – moderno Mefistófeles (hacían falta unas gotitas de Goette) - encerrado en su oscuro laboratorio maquinando lleno de perver¬sión la destrucción del alma cristiana apartando a las buenas gentes del buen Jesús. Maqui¬nando, como moderna bruja de Blancanieves, disimular todo su veneno en la apa¬rien¬cia de una hermosa manzana. Un método que concluye con este horror no puede de¬jar de ser un error – los muchos años de oír consignas sandinistas dejan al oído entre¬nado para los pareados -.

En definitiva
• Es lícito investigar y presentar una imagen de Cristo histórico.
• Es lícito utilizar para lo anterior el más puro método de crítica histórica.
• Es lícito presentar una imagen del Cristo histórico sin que aparezcan rasgos de di¬vinidad.
• Es ilícito presentar la imagen del Cristo histórico como el verdadero y único Cris-to.
• Es lícito presentarlo como puerta de entrada, no única, al conocimiento del verda¬dero Cristo, que por otra parte no se puede darse si no es en el Espíritu Santo.

• Es lícito investigar y presentar una imagen de Cristo Dios.
• Es lícito utilizar para lo anterior el más puro método del análisis crítico de los evan¬gelios.
• Es lícito presentar una imagen de Cristo Dios sin que aparezcan rasgos de humani¬dad.
• Es ilícito presentar la imagen del Cristo Dios como el verdadero y único Cristo.
• Es lícito presentarlo como puerta de entrada, no única, al conocimiento del ver-da¬dero Cristo, que por otra parte no se puede tener si no es en el Espíritu Santo.

• Las puertas ‘humana’ y ‘divina’, ambas independientes, pero ambas validas para entrar al camino de encuentro con el Jesús de la Iglesia y en Él tomar pie e im¬pulso para saltar al Jesús de Verdad

Y en conclusión en este tablón de noticias seguirá colgando los comentarios del P. Pa¬gola.

lunes, enero 28, 2008

UN JESÚS IRRECONOCIBLE.

Reflexiones a propósito del libro de J.A. Pagola, Jesús. Aproximación histórica
(PPC, Madrid 2007)
JOSÉ RICO PAVÉS
Director del Secretariado
Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe (CEE)

La exitosa propaganda de la Editorial PPC (del Grupo Editorial SM), presenta el último libro de J.A. Pagola sobre Jesús de Nazaret como «un relato vivo y apasionante» de su actuación y mensaje «que, partiendo del estado actual de la investigación, lo sitúa en su contexto social, económico, político y religioso desde los datos más recientes».

Es innegable que la obra posee numerosos aspectos atractivos, como son la motivación de fondo, la claridad narrativa, la manera “actual” de designar a Jesús, o la abundantísima bibliografía empleada. La lectura atenta de este libro descubre, sin embargo, numerosos puntos objetables.

Revisión de la enseñanza sobre Jesús

Mediante el recurso a la “investigación histórica”, el autor traza un programa integral de revisión de la enseñanza de la Iglesia sobre Jesús. Una vez que a nivel metodológico se ha aceptado (que no justificado) la ruptura entre la fe y la historia, se propone solapadamente una revisión integral de la fe desde una historia supuestamente mejor asentada. El resultado es un “Jesús” no identificable con “Cristo”, es decir, un Jesús que no puede ser ya reconocido ni en la fe, ni en la celebración, ni en la vida de la Iglesia.

La cuestión decisiva de toda la obra es la respuesta que el autor da a la pregunta inicialmente formulada: ¿Quién es Jesús? Desde lo que el autor llama “investigación histórica”, la respuesta que Pagola ofrece es clara: Jesús es el profeta que proclama con pasión la llegada del reino de Dios» (p. 80); «el profeta del reino de Dios» (p. 155), «el profeta de la compasión de Dios» (p. 333), «profeta admirable que [los discípulos] han conocido en Galilea» (p. 450). Para el autor, el Jesús «que está en el origen de su fe», el que realmente aconteció en la historia, es, ante todo, un profeta. Los capítulos 3º (“Buscador de Dios”) y 11º (“Creyente fiel”) son muy esclarecedores. Ciertamente, el autor comienza su obra afirmando que «Jesús es la encarnación de Dios», el «hombre en el que Dios se ha encarnado» (p. 7). Esas afirmaciones aparecen también al exponer lo que los seguidores de Jesús, una vez resucitado, exponen sobre Jesús. Para Marcos, Jesús es la “la Buena Noticia de Dios, Mesías e Hijo de Dios» (p. 436). Para Mateo, Jesús es «el verdadero “Mesías”», el “Emmanuel” (Dios con nosotros) (p. 437). Para Lucas, Jesús es el “Salvador”, el “Mesías”, el “Señor” (p. 438). Para Juan, «Jesús no es sólo el gran Profeta de Dios. Es la “Palabra de Dios hecha carne”, hecha vida humana; Jesús es Dios hablándonos desde la vida concreta de este hombre»; «el gran regalo que Dios ha hecho al mundo para que todos encuentren en él la salvación» (p. 439). La gran dificultad que ofrece la aproximación de Pagola estriba en la ruptura señalada entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. La aproximación histórica presenta a Jesús como el hombre «buscador de Dios», no como Dios al encuentro del hombre; «el creyente», cuya experiencia de fe, ofrece aspectos novedosos de Dios, y no Aquel que por ser uno con el Padre reclama que crean en Él. Que Jesús sea Hijo de Dios es una consideración «de carácter confesional» (p. 303). La respuesta a la pregunta “¿Quién es Jesús?” «solo puede ser personal» (p. 463). La “aproximación histórica” del autor da más importancia a la opinión que a la verdad revelada (cf. Mt 16, 13-16), en definitiva porque para él, la primera es más probable históricamente que la segunda. Presentado Jesús principalmente como un profeta, no extraña el silencio sobre su concepción virginal, la afirmación sobre los “hermanos” de Jesús en sentido propio y real, la negación de su conciencia filial y mesiánica, la explicación meramente natural de las curaciones y exorcismos, o el vaciamiento del lenguaje salvífico.

En segundo lugar, aparece con igual claridad cuál ha sido para el autor el empeño fundamental de Jesús: «despertar la fe en la cercanía de Dios luchando contra el sufrimiento» (p. 175). El rasgo principal de Dios mostrado por Jesús ha sido la compasión. El reino de Dios se identifica con «la derrota del mal, la irrupción de la misericordia de Dios, la eliminación del sufrimiento, la acogida de los excluidos en la convivencia, la instauración de una sociedad liberada de toda aflicción» (p. 175). La muerte de Jesús no ha sido redentora. No se emplea el lenguaje de la redención. Ese lenguaje sería posterior y no respondería a lo históricamente acontecido. Por eso, aunque se hable extensamente de compasión, ésta no pasa de ser un sentimiento noble (nobilísimo ciertamente) tenido con los más desfavorecidos, pero no es, en sentido estricto, un padecer con ellos y por ellos, en favor y en lugar de ellos. Así, la compasión cristiana se vacía de su contenido originario. La consecuencia a la que lleva la enseñanza de Pagola es dramáticamente clara: las heridas de Cristo no nos han curado (cf. Is 53, 5); su compasión no nos ha liberado verdaderamente ni del sufrimiento ni del pecado; carece de fundamento en Jesús la posibilidad de unir el propio sufrimiento al suyo.

En tercer lugar, es muy significativo el silencio del autor sobre la realidad del pecado. La razón está en la contraposición establecida entre Juan el Bautista y Jesús: la misión del primero «está pensada y organizada en función del pecado... Por el contrario, la preocupación primera de Jesús es el sufrimiento de los más desgraciados» (p. 174).

Eso explica que para el autor, Satán sea un símbolo del mal (p. 98), «la personificación de ese mundo hostil que trabaja contra Dios y contra el ser humano» (p. 98). Para Pagola, hablar de “Satán” es una forma mítica de simbolizar toda forma de mal. De ello se deduce también el modo en que el autor entiende el perdón. «A estos pecadores que se sientan a su mesa, Jesús les ofrece el perdón envuelto en acogida amistosa. No hay ninguna declaración; no les absuelve de sus pecados; sencillamente los acoge como amigos» (p. 205). La conversión es irrelevante (porque “el perdón es gratuito”) y las “declaraciones” de perdón de los pecados por parte de Jesús, no se consideran auténticas, porque en esas fórmulas «Dios aparece como un “juez”» (p. 206), y no es eso lo que Jesús revela con su “perdón-acogida”. Jesús habría practicado un “perdón - acogida”, pero no un “perdón - absolución”. Cuando el pecado deja de ser visto como rechazo del amor de Dios –tal como sucede al autor-, no se percibe tampoco el significado del perdón, y se considera compatible la acogida de Jesús (ofrecimiento gratuito de su amor) con el ser y seguir siendo pecador (rechazo efectivo de su amor).

Por más que se hable de acogida, al final el autor se aproxima más a una “acogida impuesta”, que hace irrelevante la respuesta libre del hombre.

En cuarto lugar, hay una tendencia clara a presentar el contexto de Jesús en conflicto dialéctico (lucha de clases), para subrayar mejor la dimensión social de su actividad.

Para Pagola, la pobreza de la que hablan las bienaventuranzas no es una categoría moral, ni una actitud personal, sino, en sentido estricto, una categoría social: la pobreza la padece quien sufre injusticias en el orden social. «Al proclamar las bienaventuranzas, Jesús no dice que los pobres son buenos o virtuosos, sino que están sufriendo injustamente» (p. 103). «Cuando Jesús habla de los “pobres” se está refiriendo a los que no tienen nada: gentes que viven al límite, los desposeídos de todo, los que están en el otro extremo de las élites poderosas» (p. 181). El problema no está en señalar con vigor la injusticia subyacente a la pobreza material, sino en encerrar el mensaje de las bienaventuranzas en un horizonte exclusivamente terreno.

En quinto lugar, las afirmaciones sobre el grupo de seguidores de Jesús son también sorprendentes. No fue su intención crear un grupo organizado y jerárquico, sino que quiso poner en marcha un movimiento de hombres y mujeres, salidos del pueblo y unidos a él, «para que ayuden a los demás a tomar conciencia de la cercanía salvadora de Dios» (p. 269). En este movimiento no hay intermediarios, ni diferencias jerárquicas entre varones y mujeres. «Jesús ni pudo ni quiso poner en marcha una institución fuerte y bien organizada, sino un movimiento curador que fuera transformando el mundo en una actitud de servicio y amor» (p. 292). En esta misma línea, no sorprende que la última cena se presente como una solemne cena de despedida, con gestos simbólicos, cuya finalidad es que sus seguidores le recuerden en el futuro.

En sexto lugar, contradice frontalmente la enseñanza de la Iglesia, negar el carácter “histórico” de la resurrección. Aunque Pagola admite que es un hecho “real”, para él, no ha dejado su huella en la historia, sino en el corazón de los discípulos. Expresamente el autor niega la continuidad entre el cuerpo crucificado y muerto, y el resucitado (cf. p. 433). Aunque afirma que la resurrección es algo que le pasa a Jesús, se niega la referencia a su cuerpo real y se explica como la convicción de los discípulos de que “Dios le ha llenado de vida”, sin que se explique qué quiere decir con eso.

Disenso sutil y dañino

Pagola comienza su obra indicando que escribe desde la Iglesia católica. Sin embargo, atendiendo a las observaciones señaladas, se puede decir que el autor se mueve dentro de un disenso más sutil: rehuye la confrontación formal con la enseñanza de la Iglesia, pero destruye los fundamentos bíblicos e históricos de esta enseñanza. El autor sabe acudir a expresiones que evocan propuestas fundamentales de la doctrina católica para sugerir solapadamente que carecen de fundamento histórico en Jesús.

Como ejemplo se pueden citar, la oposición entre el mensaje de Jesús, la moral y la religión; entre “perdón-absolución” y “perdón-acogida”; entre compasión y santidad; entre el Bautista (preocupado por el pecado) y Jesús (preocupado por el sufrimiento); la presentación de las curaciones y exorcismos como ejercicios de terapia (“sentirse bien”) sin referencia a una intervención de tipo sobrenatural; la banalización del perdón toda vez que la decisión libre del hombre es irrelevante; la descripción de la comunidad de Jesús como una «comunidad sin dominación masculina y sin jerarquías establecidas por el varón» (p. 225); la afirmación de que Jesús no quiso poner en marcha una institución, sino un movimiento; la negación de la conciencia que Jesús tenía de su identidad y de su misión; la última cena entendida como mera cena de despedida; la falta de sentido redentor y expiatorio de la muerte de Jesús, etc. Este modo de proceder es mucho más dañino que el disenso abierto, pues no se trata de la negación de tal o cual aspecto, sino de la deslegimitación total de la enseñanza de la Iglesia al carecer –según el autor- de enraizamiento en Jesús y en la historia. Pagola no niega esa enseñanza pero la muestra, de hecho, infundada. Esta investigación es expresión de su trabajo para lograr la «conversión de la Iglesia a Jesús» (p. 468).

Al libro de José Antonio Pagola cuadran bien las palabras que emplea san Ireneo de Lyon, hablando de los que siembran el error con bellas palabras: «dicen cosas semejantes a nosotros, pero piensan de forma diferente» (Adv. Haer. I, Praef. 2: SCh 264, 22).

JESÚS. APROXIMACIÓN HISTÓRICA

(PPC) de José Antonio Pagola
José Antonio Sayés

Decía J. A. Pagola en una entrevista concedida al Diario Vasco (16-10-07) que a él le interesa Jesús porque es el hombre compasivo, que se acerca a los últimos, que busca la dignidad de la mujer. «Los rasgos más importantes de su perfil retratan a un hom¬bre compasivo, un defensor de los últimos, que se interesó sobre todo por la salud de la gente (algunos dicen que fue un terapeuta religioso), y que frente a una visión lega¬lista introduce la compasión como criterio de actuación».

Esta es la búsqueda que hace Pagola de Jesús. A la verdad, que se trata de una obra ambiciosa, que conoce a la perfección el ambiente cultural, económico y religioso de la época de Jesús. No se puede negar que el autor en este sentido posee una enorme erudición. Su lenguaje es directo y sugerente. Su método le lleva a rehacer la expe-rien¬cia de aquel mundo en el que vivía Jesús y a comunicarnos la experiencia misma que Jesús vivió. Jesús era un profeta itinerante que atrae por la fuerza de su persona y la originalidad de su mensaje. Y así trata de recuperar a Jesús en su atrac¬tivo perso-nal. Dice en la misma entrevista mencionada que «una predicación que sub¬raye lo doctrinal de una manera fría y encierre a Jesús en una doctrina muy sublime pero muy abstracta, impide llegar hasta el Jesús concreto. Jesús puede ser muy divini¬zado, pero entonces se nos queda muy lejos».

Y esta búsqueda del Jesús real, el único que a él le interesa, le llevará a confesar que «en ningún momento manifiesta Jesús pretensión alguna de ser Dios: ni Jesús ni sus seguidores en vida de él utilizaron el título de “Hijo de Dios” para confesar su condi¬ción divina» (379).

Así pues, seguiremos la búsqueda de Pagola preguntándonos qué piensa de Jesús: ¿es un profeta itinerante que nos habla de Dios como Padre o el Hijo de Dios en persona? Y lo haremos entrando en los temas decisivos de su teología y dialogando con él.

1.- EL BAUTISMO DE JESÚS

Cuando Jesús sale de su entorno de Nazaret va a al encuentro de Juan Bautista que había comenzado un movimiento de conversión y penitencia en el desierto. Todo el pueblo ha de convertirse a Dios. El Bautista, dada la imagen de Dios como juez que posee, intenta convertir a su pueblo del pecado y de la rebeldía contra Dios, llamán¬dole al volver a la Alianza. Y en ese ambiente espera un personaje que ha de venir y que bautizará con fuego (Mc 1, 7). Jesús acudió allí y se hizo bautizar por el Bautista. Pero fue en ese momento cuando experimentó un giro total en su vida, allí fue donde tuvo la experiencia de Dios que marcaría su predicación. Experimentó la irrupción de-fini¬tiva de Dios en la historia; no es el Dios del juicio, sino el Dios de la salvación. Dios viene como Padre a dar una vida digna a todos los hombres. Ese es el Reino de Dios que ha llegado.

El texto de Marcos habla de esa experiencia extraña que tuvo Jesús: los cielos se abrie¬ron y vio que el Espíritu de Dios descendía sobre él «como una paloma» y escu¬chó una voz que decía desde el cielo: «tú eres mi Hijo amado» (Mc 1, 9-10).

Dice Pagola que indudablemente en este texto encontramos elementos literarios en la narración de esta escena (305). Efectivamente leyendo el texto encontramos ciertos elementos literarios. El abrirse de los cielos parece inspirarse en Is 64, 1: se pide al Dios del cielo que se rasguen los cielos y baje. La paloma por su parte nos recuerda al Espíritu que aleteaba sobre las aguas de la primera creación (Gn 1, 2) apareciendo aquí en el preludio de la nueva
creación. Estos elementos indudablemente pueden ser literarios. Pero Pagola lo reduce todo a una “experiencia”, olvidando que aquí tiene lugar una Teofanía que proclama la identidad de Jesús y su misión. El núcleo histórico es la voz del Padre (bat quol: el eco de la voz) que, en la literatura rabínica, se consideraba como la fórmula de manifesta¬ción de la voluntad divina en tiempos en los que Dios ya no enviaba profetas.

Quizá sea esta voz el elemento nuclearmente histórico de la Teofanía si tenemos en cuenta, por analogía, que en otra Teofanía (la de la Transfiguración) hay testigos de la misma voz del Padre. Pedro recuerda que «nosotros mismos escuchamos la voz ve¬nida del cielo, estando con él (con Jesús) en el monte santo» (2 Pe 1, 16 – 18).

La condición de Jesús como siervo que carga con los pecados de los hombres es algo que también aparece en la Teofanía: «tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco» (Mt 1, 11) que es eco fiel de aquella frase sobre el siervo de Yahvé: «He aquí mi Siervo… mi elegido, en quien me he complacido, en él he puesto mi Espíritu». Ahora desciende, por consiguiente, sobre Cristo el Espíritu que va a enviarlo a su misión de redención. La escena de Cristo solidario con los pecadores que van a bautizarse evoca la imagen del Siervo de Yahvé, que, inocente, ha cargado en sus espaldas nuestros crímenes y que por su sufrimiento obtendrá el perdón para los muchos (todos) (Is 53, 4-11). Esta interpretación la desarrolla todavía más Juan al presentar a Cristo como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,
29.36).

Es una escena que en su conjunto presenta la identidad de Jesús como Hijo y su mi¬sión de redención. Las palabras de la Teofanía presentan a Jesús como el verdadero Siervo enviado por Dios. Comienza aquí el misterio profético de Jesús en la línea del Siervo de Yahvé pero Dios no llama a ningún profeta Hijo querido. En toda misión pu-ra¬mente profética aparece Dios enviando: «Yo te envío», pero no proclamando la iden-tidad del enviado en estos términos: «Tú eres mi Hijo amado».

Aquí se habla del Hijo y del Hijo amado, lo cual tiene un sentido trascendente como Hijo único, si tenemos en cuenta que el mismo Marcos habla del Hijo «amado» que el Padre envía a su viña (Mc 12, 6), Hijo único ya que es el único heredero. Por otro lado, el término de amado (agápetos) en la traducción de los LXX aparece siete veces con el sentido de Hijo único (Gn 22, 2.12.16; Jr 6, 26; Am 5, 10; Za 12,10).

La escena proclama por tanto la identidad de Jesús y manifiesta su consagración por el Espíritu y su misión redentora en la línea del Siervo. Comienza así el ministerio pro-fé¬tico de Jesús.

Sin embargo, en esta primera escena que comenta Pagola todo queda reducido a una “experiencia”. Se trata de su método que irá reduciendo siempre todo lo trascendente a una pura experiencia interior desde una interpretación de la Escritura que no deja de ser sesgada y tendenciosa.

2.- LA LLEGADA DEL REINO

Nadie discute hoy en día que Jesucristo predicó como argumento central la llegada del Reino de Dios. Lo hacía en el campo y en las sinagogas. «El Reino de Dios ha llegado, convertíos» (Mc 1, 15).

En el mundo judío se esperaba un Reino que tendría como fin el sometimiento de to¬dos los pueblos a la voluntad de Yahvé (el reinado de Dios), y al mismo tiempo el triunfo de Israel.

Pero aquí el Reino no aparece de forma espectacular. Jesús tiene conciencia de que ha llegado el acontecimiento preparado por Dios en la historia de Israel: «el tiempo se ha cumplido». Lo dijo en su pueblo comentando a Is 61, 1-2; un texto que hablaba de la llegada del Reino. Y anotó: «esta Escritura que acabáis de oír se ha cumplido hoy» (Lc 4, 21). Pero Jesús tiene conciencia de que con él ha llegado el Reino. El Reino de Dios se identifica personalmente con el mismo Jesús. Hay una equivalencia constante entre entregarlo todo por Cristo o por causa del Reino, entre seguir a Cristo o aceptar el Re¬ino (Lc 18, 29; Mt 19, 29; Mc 10, 29). Con su llegada, predicación y milagros ha lle¬gado definitivamente el Reino: «decid a Juan: los ciegos ven, los cojos andan, los le-pro¬sos son curados, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados» (Lc 7, 22-23; Mt 11, 5). Hay una idea en Orígenes que expresa esto con exactitud: Cristo es la autobasileia es decir, él mismo es el Reino en persona. Quien le acoge a él, quien se convierte a él, ha recibido el Reino.

Cristo en persona es la salvación. El Reino se manifiesta en su predicación y en sus milagros. E implica una nueva noción de Dios: Dios es Padre. Y esto entra en contra-posi¬ción con la idea que tienen los fariseos que pensaban que la justicia (salva¬ción-santidad) la lograban ellos con el cumplimiento exacto de la ley y excluían de la salva-ción a los que no la cumplían como ellos, a los pecadores, recaudadores de im¬puestos y prostitutas. Viene Cristo y en la parábola del hijo pródigo nos habla del Pa¬dre que goza perdonando y que escandaliza al hermano mayor que representa al fari¬seo. Dios ama a las personas independientemente de sus méritos, porque es un Dios que goza perdonando: «hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve que no necesitan de arrepentimiento» (Lc 15, 7). Éste es el Pa¬dre de Cristo. Ahora bien, el castigo del infierno es para aquellos que desprecian el amor del Padre renunciando a la conversión y a la gracia que se les da (Mt 11, 20-29) porque los que se obstinan en no creer, los que se burlan de ese amor misericordioso de Dios, mori-rán en su pecado (Jn 8, 12.21-24). Se condenan aquellos que se cierran obstinada-mente a la invitación misericordiosa de Dios (Jn 3, 16-21; 5, 24) y no quie¬ren cambiar de vida.

Pero ha quedado rota la lógica del fariseo. El Padre ama independientemente de los méritos que uno tenga. También se salvan los recaudadores de impuestos (decían los fariseos que ni Dios mismo los podría salvar). Dios goza perdonando. En la parábola del fariseo y del publicano, el publicano no podía presentar méritos como el fariseo, pero pide perdón (Lc 18, 9-14) y por ello salió justificado del templo. Creo que habría que decir en consecuencia que el
primer mandamiento es dejarse amar por Dios. Al Reino se entra por tanto por la con¬versión y la fe.

Y el Reino tiene dos dimensiones (como la gracia): por un lado nos hace hijos en Cris-to y, por otro, nos libera del pecado, del sufrimiento y de la muerte. Y lógica¬mente, el Reino no puede limitarse a la dimensión interior de la gracia, sino que por su lógica interna ha de suprimir la injusticia y ha de preocuparse por la salud social de los hom-bres.

Pues bien, para Pagola, el Reino se reduce exclusivamente a última dimensión. Pagola se rebela contra los que hacen del Reino de Dios algo privado y espiritual que se pro¬duce en lo íntimo de la persona cuando se abre al amor de Dios (95). No, el Reino es una fuerza liberadora que trata de curar el sufrimiento, la enfermedad y la pobreza. El enemigo a combatir es el mal que reina en el mundo. Jesús proclama la salvación de Dios curando. Dios es amigo de la vida y quiere generar una sociedad más saludable: curar, liberar del mal, sacar del abatimiento, sanar la religión. Eso es el Reino (101). Dios viene para suprimir la miseria, para que los hombres recuperen su dignidad. Dios no tolera el sufrimiento de los pobres. Y las cosas tienen que cambiar.

Como vemos, Pagola reduce el Reino a su dimensión social (que la tiene) pero olvida que cuando San Pablo dice que, aunque entregue todos mis bienes a los demás, si no tengo caridad de nada me sirve (1 Cor 13, 3). Si uno se preocupa por curar el mal de la sociedad y vive en pecado no pertenece al Reino.

Olvida Pagola que el Reino se identifica con la persona de Cristo, porque de admitirlo sería confesar la divinidad de Cristo. Y olvida también que el Reino nace en nosotros por la conversión a la persona de Cristo. Él dice que no se produce el Reino por una adhesión explícita a Jesús sino por ayudar a los necesitados (193), de modo que no habla de la filiación adoptiva que produce el Espíritu en nosotros que nos hace excla¬mar: «¡Abba, Padre!» (Rom 8, 15). Cristo ha dado su vida para que recibamos la filia¬ción adoptiva (Gal 4, 5). Pero ¿cómo Cristo puede divinizarnos si no es Dios? Pagola olvida en consecuencia la dimensión sobrenatural del Reino. Hablando del Reino, nun-ca habla de la gracia. Que el Reino tiene que cambiar la sociedad es algo de lo que nadie puede dudar, pero que el Reino se pueda reducir a eso es algo que nadie puede aceptar. Sería traicionar la esencia del cristianismo. Para hacer una revolución que bus¬que la dignidad del hombre no es preciso ser cristiano, basta con los principios de la Ilustración.

3.- EL PERDÓN DE DIOS

Pagola sigue explicando que Dios es bueno, que su bondad lo llena todo, que su mise-ri¬cordia ha irrumpido ya en la vida. Pero al meditar sobre la parábola del hijo pródigo (127 y ss.), la tergiversa al olvidar que el hijo vuelve arrepentido: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo. Trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15, 21). Y dice Pagola que el padre interrumpió la confe¬sión de su hijo (130) cuando en realidad esa confesión de arrepentimiento el hijo la había di-cho cuando estaba todavía lejos de casa. En la parábola hay conversión. Dios perdona sí, pero a un hijo que ha vuelto arrepentido. Se tergiversa el Evangelio cuando se dice que Dios perdona sin conversión; otra cosa es decir que el Padre goza perdonando: «hay más alegría en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve que no necesitan de arrepentimiento» (Lc 15,7). Ahí está también la parábola del fariseo y el publicano. El publicano salió justificado porque pidió perdón.

Recuerda Pagola que Dios acoge a publicanos y pecadores sin condición ninguna (199). Jesús comparte mesa con ellos y se sienten acogidos por Dios y así se va des-per¬tando en ellos el sentido de su propia dignidad. Dios es un amigo que ofrece su amistad, y así poco a poco se despierta en el pecador el sentido de su dignidad. Los pecadores pueden abrirse al perdón de Dios y cambiar, pero no se da ninguna declara¬ción, no les absuelve de sus pecados, sencillamente los acoge como amigo. Jesús en¬seña que Dios sale hacia el pecador no como juez que dicta sentencia, sino como un padre que busca recuperar a sus hijos perdidos. En el Antiguo Testamento se perdona a los que previamente se han arrepentido; Jesús no exige un arrepentimiento previo. Jesús acoge a los pecadores tal como son, pecadores. Se trata de un perdón no condi-cio¬nado al arrepentimiento:

«Este perdón que ofrece Jesús no tiene condiciones. Su actuación terapéutica no si¬gue los caminos de la ley: definir la culpa, llamar al arrepentimiento, lograr el cam¬bio y ofrecer un perdón condicionado a una respuesta posterior positiva. Jesús sigue los caminos del Reino: ofrece acogida y amistad, regala el perdón de Dios y confía en su misericordia, que sabrá recuperar a sus hijos e hijas perdidos. Se acerca, les acoge e inicia con ellos un camino hacia Dios que solo se sostiene en su compasión infinita. Nadie ha realizado en esta tierra un signo más cargado de esperanza, un signo más gratuito y más absoluto del perdón de Dios.

Jesús sitúa a todos, pecadores y justos, ante el abismo insondable del perdón de Dios. Ya no hay justos con derechos frente a pecadores sin derechos. Desde la compasión de Dios, Jesús plantea todo de manera diferente: a todos se les ofrece el Reino de Dios; sólo quedan excluidos quienes no se acogen a su misericordia» (208).

Si no entiendo mal, Pagola quiere decir que Dios perdona sin condiciones, sin el com¬promiso de una respuesta posterior positiva. A todos se les ofrece el Reino. Sólo se condena el que no se acoge a su misericordia. Por lo tanto cabe acogerse a su miseri-cor¬dia sin un compromiso de cambio. Pero ¿qué arrepentimiento es ese? ¿Cómo se puede acoger la misericordia de Dios sin arrepentirse y hacer el propósito de cam¬biar de vida? ¿Hay aquí un cierto sabor luterano? El hijo pródigo no volverá a hacer lo que hizo. Solo así el padre puede hacer fiesta.

Si no, sería un autoengaño.

Es cierto que Jesús come con los pecadores y que les lleva el anuncio de que Dios Pa¬dre les sana. Pero es también cierto que a la adúltera le perdona Jesús y le dice: «vete y no peques más» (Jn 8, 11). Al buen ladrón le perdona porque ha pedido perdón y le dice: «hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 19). Pero eso no se lo dice al otro ladrón que no le pide perdón. Pagola escatima siempre la existencia del infierno y así olvida la parábola en la que uno de los últimos invitados fue echado fuera a las tinie¬blas porque no llevaba el traje de boda (la gracia) (Mt 23, 13). Y no podemos olvidar que Jesús aparece en los Evangelios como juez. Hablando de la última hora dice Je¬sús: «ha llegado la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 28-29). Entonces, Cristo vendrá «en su gloria acompañado de todos sus ángeles… Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa a las ovejas de las cabras. Pondrá a las ovejas a su derecha y las cabras a su izquierda… E irán estos al castigo eterno y los justos a una vida eterna» (Mt 25, 31.32.46).

Por fin hay un comentario de Pagola a un texto importante en el que Jesús perdona los pecados de un paralítico (Mc 2, 5) y dice que Jesús aquí otorga en nombre de Dios el perdón - absolución, apareciendo así como juez; pero apostilla Pagola que no es esta la actitud de acogida que Jesús tuvo con los pecadores (206) para terminar diciendo que no se puede asegurar la historicidad de este relato. La verdad es que el texto to-da¬vía dice más; algo que calla Pagola. Jesús perdona al paralítico en su nombre, no en nombre de Dios, lo cual implica su divinidad, ya que solo Dios puede perdonar los pe-cados. Ahí está la divinidad de Cristo.

Cuando un texto habla claramente de su divinidad, Pagola responde diciendo que pro-ba¬blemente no es auténtico. Pero el hecho es que este relato, en el que se acusa a Jesús de blasfemo, no lo podría inventar la comunidad primitiva (criterio de disconti-nui¬dad).

4.- LOS MILAGROS DE CRISTO

Pagola no utiliza nunca el término de milagros al hablar de las curaciones de Jesús. Ya en su primera obra de cristología (Jesús de Nazaret, San Sebastián 1981), mantenía que los milagros de la naturaleza (multiplicación de los panes, caminar sobre las aguas, etc.) tenían pocas garantías de historicidad (274-275). Y es que vuelve a cer-ce¬nar todo aquello que no encaja en su visión apriórica de Cristo. En esta obra silencia totalmente dichos milagros.

Él no habla de milagros, prefiere hablar de curaciones. Lo que a Dios le preocupa es el sufrimiento de la gente y así Jesús proclama el Reino de Dios curando. Además, la en¬fermedad suponía una exclusión de la sociedad, como en el caso de los leprosos. Se la suponía como un castigo de Dios por pecado o infidelidad. Cristo destroza (y en esto tiene razón Pagola) todos los tabúes.

Ahora bien, ¿en qué consisten sus curaciones? Cristo, con ellas, quiere mostrar el amor compasivo del Padre. También otros profetas como Eliseo y Elías las habían hecho, y Jesús las hace como signo de la llegada del Reino de Dios. En realidad lo que Cristo hace es curar por la fuerza de su palabra y los gestos de sus manos: toca y transmite confianza (166) y así Cristo suscita la confianza en Dios, arranca a los enfer¬mos del aislamiento y de la desesperanza y es esa confianza en Dios que Jesús trans¬mite la que cura (167). «Su poder para despertar energías desconocidas en el ser humano creaba las condiciones que hacían posible la recuperación de la salud» (165). La fe pertenece, por tanto, al mismo proceso de curación. Cuando en un enfermo se despierta la confianza, se realiza la conversión. Es la fe la que despierta las posibilida¬des desconocidas. Jesús trabajaba en el corazón de los enfermos para que confiaran en Dios (167).

Jesús realiza también exorcismos. Aquellas gentes creían en la posesión diabólica, pe-ro «la posesión era una compleja estrategia utilizada de manera enfermiza por perso¬nas oprimidas para defenderse de una situación insoportable» (170). Era una forma enfermiza de rebelarse contra el sometimiento romano y el dominio de los podero¬sos (170). Y lógicamente el Reino de Dios tiene que curar el mal que se mani¬fiesta de este mundo.

Los milagros, en todo caso, no son pruebas del poder de Dios.

Pues bien, si me permite Pagola, recurriré a mi Biblia (hace tiempo que pienso que po-seo una Biblia diferente) y en la cual Jesús dice: «si no me creéis a mí por lo que yo os digo, creedme al menos por las obras que yo hago y sabréis que yo estoy en el Pa¬dre y el Padre en mí» (Jn 10, 37-38). «Si yo no hubiera hecho obras que no ha hecho ningún otro, no tendrían pecado; pero ahora las han visto y nos odian a mí y a mi Pa¬dre» (Jn 15, 24). Y Nicodemo dice a Jesús:

«Maestro, sabemos que vienes de Dios porque nadie puede hacer las obras que tú haces» (Jn 3, 2). Ahí está por tanto el sentido apologético de los milagros, como lo está en el sentido común del ciego de nacimiento: «jamás se ha oído decir que na¬die le haya dado la vista a un ciego de nacimiento; por lo tanto, el que me ha cu¬rado viene de Dios» (Jn 9, 32-33).

Personalmente nunca he encontrado una razón para dudar de la historicidad y del va¬lor apologético de los milagros; lo que he encontrado han sido prejuicios que en último término vienen del protestantismo, el cual no sabe integrar la razón en el marco de la fe.

Por lo demás, la explicación de Pagola resulta ridícula. ¿Cómo pudo infundir confianza a la hija de la cananea a la que no vio y que se encontraba a muchos kilómetros? O, ¿cómo resucitar a la hija de Jairo o a Lázaro, que llevaba cuatro días muerto y olía, infundiéndoles confianza?

Pero, en todo caso, lo que no se puede afirmar es lo que dice Pagola al afirmar que Jesús no iba por los caminos de Galilea para convertir a los pecadores, sino para curar a los hombres librándolos de su sufrimiento (174-175). Jesús busca con sus milagros justamente la conversión: «ay de ti Corazoaín, ay de ti Betsaida, si en Sodoma y en Gomorra se hubieran hecho los milagros que yo he realizado ante vosotras, hace tiempo que se habrían convertido» (Mt 11, 23). La dimensión salvífica y la apologética van siempre unidas en los milagros de Cristo.

5.- LA IDENTIDAD DE CRISTO

Ya al principio hemos traído las palabras de Pagola en las que dice que Jesús nunca tuvo la pretensión de ser Dios. En efecto, para él, Jesús es un hombre que ha tenido una experiencia singular de Dios como Padre. Dios está en el centro de su vida (303) y así Pagola pone como título del capítulo once «Creyente fiel». El Dios de Jesucristo es el Dios de Israel que ahora ha descubierto como Padre compasivo a partir de la ex-pe¬riencia del bautismo. Le llama Abba (Papá). Reza la Shemá dos veces al día como hacía todo judío. Pero la denominación como Padre que existía en el Antiguo Testa¬mento respecto de Israel y del rey, no era algo central.

Ahora Cristo ha descubierto al Padre en su bondad. Él es bueno con todos y perdona a todos.

Esto es el Reino de Dios. «Cuanto mejor vive la gente, mejor se realiza el Reino de Dios» (324). Y nadie queda excluido del Reino.

Hoy en día se suele hablar mucho de la fe de Cristo. El caso es que, cuando uno busca en la Biblia, no encontrará ni un solo texto en el que se diga que Cristo creía en Dios. La perspectiva del Evangelio de Juan es esta: solo Cristo ve al Padre y da testimonio de lo que ve (Jn 1, 18; 6, 46). Son numerosos los textos en los que Cristo dice, como en Jn 3, 11:

«nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio».

Pero es el caso que, al mismo tiempo, son incontables los textos en los que Cristo pide para su persona la misma fe que para el Padre: «creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14, 1).

¿Cómo puede tener fe alguien que pide una fe divina hacia su propia persona? He aquí de nuevo la divinidad de Jesucristo.

En vano se acudirá a Heb 12, 2 que dice que Cristo «inicia y consuma la fe». El P. Igle¬sias en su Nuevo Testamento, recuerda que Cristo es el iniciador y perfeccionador de nuestra fe porque de principio a fin nuestra fe depende de él; idea repetida en toda la carta. La prueba de que en esta carta Cristo no tiene fe es que su autor, al buscar ejem¬plos de fe en Abrahán, Moisés, etc. no pone a Cristo como modelo de fe. En el Nuevo Testamento el modelo de fe es María, no Cristo.

Pagola no utiliza un método que hoy en día se ha mostrado muy eficaz a la hora de estudiar la divinidad de Cristo: la cristología implícita. Cristo, de forma implícita, se presenta como Dios constantemente. Cuando se pone como centro de la fe y la salva¬ción en logia como: «el que busque su vida la perderá, el que la pierda por mí la en-con¬trará» (Mt 10, 39). «Y seréis aborrecidos todos por causa de mi nombre; el que persevere hasta el final, se salvará» (Mt 10, 18-22). Guardini, en La esencia del cris-tia¬nismo (Madrid 1984) ha hecho una reflexión profunda sobre todos estos logia des-tacando que Jesucristo hace lo que ningún otro fundador de religión se atrevió a hacer: ponerse como centro de la vida religiosa y pedir para sí mismo la misma fe que solo Dios puede pedir. J. Ratzinger en su reciente libro Jesús de Nazaret, recuerda la historia del rabino J. Neusner que cuenta a otro rabino que Jesús mantiene la ley, que no ha quitado de ella ningún precepto, pero que se ha colocado como centro, por en¬cima de la ley. Jesús, dice, tiene exigencias para mí que solo Dios las puede tener. Es-to es lo que me impide ser cristiano.

Jesús se identifica con el Reino como ya hemos visto: la salvación está en su persona. Y si se coloca sistemáticamente por encima de la ley, del sábado y del templo, es por¬que tiene conciencia de ser Dios. Tiene incluso la pretensión de perdonar los pecados en su propio nombre. Nada de esto ha sido analizado a fondo por Pagola que incluso olvida textos en los que Cristo es acusado como blasfemo por pretender el nombre de Dios: «Yo soy» (Jn 8, 24.28.58). «Si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros peca¬dos» (Jn 8, 24). Y fue acusado de blasfemo. Hay un texto en el evangelio de S. Juan en que los judíos le dicen: «no queremos apedrearte por ninguna obra humana sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 10, 33).

Jesucristo se muestra como Dios cuando afirma de sí mismo que es el Hijo del Hombre que viene sobre las nubes del cielo (Mt 26, 64) asumiendo la visión de Daniel (7, 9-14) que presenta al Hijo del Hombre como Mesías (tiene la misión de reunir a los hijos del Altísimo) pero como un Mesías trascendente que no viene del mar como los Reinos humanos sino del cielo; es preexistente y comparte el poder del Anciano de días (Dios). Este título que Jesús usa unas ochenta veces y que aparece en todas las fuen¬tes que componen los Evangelios, fue utilizado por Cristo de forma exclusiva. Por ello resulta cómico que Pagola, que no dedica un capítulo a estudiar este título y al que dedica un pequeño párrafo, pretenda que lo que ha ocurrido es que Jesús entendió Hijo del Hombre en un sentido vulgar (un hombre) y que la Iglesia lo transformó en título divino a la luz de Dn 7, 9-14 (452-453). ¿Cómo pudo hacer eso la Iglesia cuando nunca utilizó ni entendió este título? Nunca la Iglesia primitiva le llamó a Jesús Hijo del Hombre. Aun hoy en día no tenemos en la liturgia ni una sola oración que se dirija a Cristo como Hijo del Hombre.

Jesucristo se presentó también como Hijo de Dios en un sentido divino. Son muchos los textos que podríamos presentar aquí y que hemos estudiado en nuestra obra Se¬ñor y Cristo (Palabra, Madrid 2005). Me limito a citar uno. En Mc 12, 1-9 tenemos la parábola de los viñadores. En ella Jesús se presenta como el Hijo único en Jerusalén y pocos días antes de su muerte. Esta parábola la proclamó Jesucristo para hacer com¬prender la magnitud del crimen que iban a cometer matándole a él: matándole a él no matan a un profeta más (los siervos) sino al Hijo único. Lo vemos también en Mt 23, 30 donde Jesús dice a los fariseos: «vosotros decís que, si hubierais vivido en el tiem-po de vuestros padres no habríais matado a los profetas, con lo cual estáis atesti¬guando que sois hijos de los que mataron a los profetas.

Colmad también vosotros la medida de vuestros padres».

En el Evangelio de Juan el título de Hijo de Dios en un sentido divino aparece también constantemente. Pues bien, Pagola dirá que la denominación de Dios como Padre en el
Antiguo Testamento se daba en un sentido adoptivo. Y efectivamente Jesús es el Hijo, lo más querido de Dios. Y afirma que Jesús es verdadero hombre y verdadero Dios, porque en él está presente el verdadero Dios (460). Si nos damos cuenta, dice Pagola que Dios está presente en Jesús, pero también estaba presente en el profeta por me¬dio de su acción y su palabra. Lo que no dice Pagola es que Jesús sea Dios, el Hijo de Dios en un sentido único.

6.- LA PASIÓN

Antes de hablar de la Pasión, Pagola explica el episodio de la purificación del templo; episodio de una significación primordial para la clase sacerdotal, acomodada y privile¬giada
que vivía del templo y lo hacía en connivencia con Roma. Me parece todo ello muy acer¬tado. Era un desafío para la aristocracia del templo. La actuación de Jesús fue, además, un desafío al templo. Y en este sentido Pagola olvida algo de suma trascen-den¬cia en el Evangelio de Juan: que Cristo predijo la destrucción del templo y dijo que lo levantaría en tres días. Y añade Juan: «se refería a su cuerpo resucitado» (Jn 2, 21) que, como sabemos, está presente en la Eucaristía. La Shekinah Yahvé ya no está en Jerusalén, está en cualquier sagrario de nuestras iglesias. Y en la expla¬nada ya no se puede levantar el templo porque está ocupada por dos mezquitas. Pa¬gola olvida tam-bién que Jesucristo, que dijo ser mayor que el templo, es el verdadero Templo presen-te ahora en la Eucaristía.

Pero no convence la explicación de la condena de Jesús simplemente por la purifica¬ción del templo. Y menos la condena por parte de Pilato. A Pilato en la Pasión se le ve dubitativo:

«¿pero tú eres rey?», le pregunta a Jesús que no tenía apariencia alguna de serlo. Y responde Jesús: «sí, pero mi Reino no es de este mundo» (Jn 18, 36). No le quería condenar y buscó la baza de Barrabás que no le salió bien; pero los fariseos que co-no¬cían bien a Pilato le dijeron: «si sueltas a ese, eres enemigo del César» (Jn 19, 12). Ahí le tocaron la fibra: se jugaba su carrera. Y Pilato condenó a Cristo por co-bar¬día.

Pero los judíos le llevan a Jesús a Pilato porque «se tiene por Hijo de Dios» (Jn 19, 7). Esa es la razón de la condena de los judíos: la blasfemia. Y por eso la condena de Cai¬fás: «ha blasfemado», cuando Jesús le dijo que es el Hijo del Hombre que viene sobre la nube. Ahora todo está claro para Caifás, tiene una razón de peso para quitarse a Jesús de encima, que había subvertido el orden social y religioso.

Y así Pagola que busca olvidar la condena de Jesús como blasfemo, porque supondría que habría afirmado su divinidad, nos viene a explicar que la reunión del Sanedrín no tuvo lugar (377). La Misná prohibía en efecto las reuniones del Sanedrín por la noche. Lo que sí ocurrió fue una reunión informal y privada en la casa de Anás. Ahora bien, como bien nota el P. Iglesias (Nuevo Testamento, 160) Mateo unifica dos reuniones: la nocturna ante Anás (Jn 18, 13) y la que tuvo lugar de madrugada en el Sanedrín (Lc 22, 66). Lucas especifica que se reunieron en el Sanedrín «en cuanto se hizo de día». Y anota la Biblia de Jerusalén que, sin duda, tuvo lugar en el edificio del tribunal, cerca del Templo.

No le queda otro argumento a Pagola que decir que la combinación en el juicio de Je¬sús de estos tres títulos: Mesías, Hijo de Dios e Hijo del Hombre no es histórica, sino una expresión de la fe de la Iglesia (376). Pues bien, habría que responder que la combi¬nación de Mesías e Hijo de Dios en la boca de Caifás es lógica, dado que un ju-dío puede entender que el Mesías sea Hijo de Dios en un sentido adoptivo. Mesías e Hijo de Dios, en este caso, son sinónimos.

Pero el título de Hijo del Hombre en boca de Jesús no puede provenir de la comunidad primitiva porque nunca designaba así a Jesús.

Jesús, por tanto, fue condenado por blasfemo.

En todo caso, Pagola continúa diciendo que Jesús termina en la cruz no por voluntad del Padre ni por realizar un sacrificio de expiación. Él no vino a reparar a un Dios ofen¬dido por el pecado, sino a entregarse totalmente por el Reino de Dios (350). Jesús mu¬rió como vivió. El Padre no exige una reparación. El Padre no quiere que maten a su Hijo querido y lo que hace es acompañarlo hasta la cruz. El Padre no busca la muerte ignominiosa de su Hijo, ni Jesús ofrece su sangre al Padre sabiendo que le se-rá agradable (440-441). El Padre y el Hijo en la crucifixión están unidos enfrentán¬dose juntos al mal hasta las últimas consecuencias, de modo que, en la Resurrección, Dios ha mostrado que estaba con el Crucificado. No se trata, pues, de un Dios justi¬ciero que no perdona si no se le devuelve el honor ofendido. Nada de sacrificio de expia¬ción. No podemos ver el pecado como una ofensa a Dios sino en la gente que está murien-do de hambre, como decía Pagola en la entrevista que ya hemos citado.

Como vemos, de esta forma desaparece todo el misterio de la redención de Cristo. To-do se explica de forma natural. Pero el caso es que la Escritura nos dice constante¬mente que fue voluntad del Padre que Cristo fuera a la cruz. Sólo citaré tres textos de los muchos que aparecen. Cristo pide al Padre en el huerto que le aparte el cáliz de la Pasión y añade: «pero no se haga mi voluntad sino la tuya» (Mt 26, 39). En Jn 12, 27 leemos: «Padre, líbrame de esta hora, pero para esto he llegado». Leemos también en Flp 2, 6-8 que Cristo, aún siendo de condición divina, se rebajó obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Son muchos más los textos que podríamos haber citado.

¿Que el pecado no es ofensa personal a Dios? Ya en el Antiguo Testamento hay un tér¬mino para hablar del pecado como zanah (la infidelidad conyugal). Aparece en muchos textos pero sobre todo en una de las páginas más bellas del Antiguo Testamento (Ez 16, 1 y ss.): el comportamiento de una muchacha abandonada en el campo, desnuda y repugnante, de la que se enamora un transeúnte (Dios), que la viste de seda y de joyas y se casa con ella. Pero ella, pagada de su belleza, se entregó después a la pros-ti¬tución. Y es que el pueblo judío no sólo tiene una concepción del pecado en un senti-do ético, sino en un sentido religioso, como ofensa a Dios. Dada la concepción que tie-ne de un Dios personal que ha hecho alianza con su pueblo, el pecado es ante todo una ofensa a ese Dios amigo y Padre.

Otra página de las más bellas del Antiguo Testamento es la figura del siervo de Yahvé (Is, 53), que habla de la expiación por los pecados realizada por un hombre inocente carente de pecado y que no abre la boca para quejarse de su situación. Es la página que convirtió al rabino de Roma E. Zolli a la fe cristiana. De este personaje se dice que realizó la expiación de los pecados de los muchos (todos). Veremos más adelante có-mo Cristo hace suyo este sacrificio del Siervo de Yahvé. De momento y como resu¬men de la fe de la Iglesia sobre este punto, citamos al Nuevo Catecismo.

El Catecismo de la Iglesia presenta el sacrificio de Cristo en la cruz como el sacrificio del Siervo de Yahvé que «se dio a sí mismo en expiación» y por el que satisface al Pa¬dre por nuestros pecados (n. 615). Tiene un valor de «reparación, expiación y satis-fac¬ción» (n. 616).

Se trata de un sacrificio por el que se repara nuestra desobediencia (n. 614).

En este sentido, es significativo que el mismo Juan Pablo II haya enseñado que el pe¬cado afecta personalmente al Padre aun cuando no le destruya en su ser perfectísimo, de modo que Cristo respondió por nosotros, reparando nuestra desobediencia (1). La Comisión Teológica Internacional también se hace eco de que la piedad popular cris¬tiana siempre ha rechazado la idea de un Dios insensible y ha reconocido en él la compa¬sión (2). Por su parte, el Nuevo Catecismo habla también del pecado como de una ofensa personal a Dios (nn. 1.140, 1.850, 431, 397), algo que se dirige contra el amor de Dios hacia nosotros, una rebelión contra Dios, una desobediencia a Dios y una falta de confianza en su bondad (n. 397). Una «ruptura de la comunión con Dios» (n. 1.440). La reparación, por lo tanto, es corresponder al amor incorrespondido de Dios.

Ahora bien, lo que tiene que hacer un teólogo no es eliminar los datos de la Escritura y la Tradición. Así no se hace Teología. Lo que tiene que hacer un teólogo es compren¬der, en la medida de lo posible, el misterio que en ellos se revela. Y en este caso suele ocurrir que cuando se explica a nuestra gente desde la Teología cómo el pecado ofen-de a Dios, termina amándole más, maravillados por la grandeza de su amor. Un Dios insensible al pecado no es el Dios cristiano. Si Dios es sensible al pecado, es por¬que nos ama de verdad, porque busca nuestra correspondencia. Nuestro Dios no es un Dios abuelo que condesciende con todos los caprichos de sus nietos. Es el Padre que precisamente sufre porque ama. Sobre esto hemos hablado en nuestra cristología (Se¬ñor y Cristo).

7.- LA EUCARISTÍA, CENA DE DESPEDIDA

El tratamiento que hace Pagola del tema de la Eucaristía es verdaderamente decepcio¬nante.

Dice que se trató simplemente de una cena de despedida. Se trata de una cena que hace pensar en el banquete final del Reino. En ella quiso significar Jesús que su muer-te no iba a destruir la muerte de nadie, que su muerte no iba a impedir la llegada del Reino. Y en el momento de partir el pan, lo que quiere dar a entender Jesús es que hay que verle en los trozos de ese pan entregado hasta el final. Ese pan y ese vino les recordará la entrega total de Jesús hasta la muerte y evocará la fiesta final del Reino (367).

Se trata por tanto de un recuerdo y de una evocación. No dice nada de su sentido sa-crifi¬cial.

¿Cómo lo va a decir si no admite que la muerte de Cristo lo tuviera? Ni dice nada de lo que afirma S. Pablo a propósito de la presencia real: que la copa es comunión con la sangre de Cristo y que el pan es comunión con su cuerpo (1 Cor 10, 16) hasta el pun-to de afirmar que el come el pan o bebe la copa del Señor indignamente se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor (1 Cor 11, 27). También olvida las palabras de Cristo en el evangelio de Juan, cuando afirma que si no comemos la carne del Hijo y no bebemos su sangre, no tenemos vida en nosotros (Jn 6, 53-54).

1 Dominum et vivificantem, n. 39.
2 CTI, Teología, cristología, antropología II, B, 5.1.

Pero Pagola empieza diciendo que la cena del Señor no fue una cena pascual. No pue-de menos de citar en nota las indicaciones de los evangelios que identifican la cena con la pascua judía (Mc 14, 1.12.17-18; Lc 22, 15). Es verdad que hay un problema cronológico, pues los sinópticos ponen la cena del 14 al 15 de Nisán, al ocaso del sol (Mc 14, 12); por consiguiente fue una cena pascual judía y todos los acontecimientos de la Pasión tuvieron lugar del 14 al 15. Pero según el evangelio de Juan (Jn 13, 1.29; 18, 28; 9, 14) Jesús murió el día 14 pues ese día, como anota él, era el día de la pre-pa¬ración de la pascua, cuando los corderos eran inmolados en el templo. Por lo tanto muere la tarde del viernes 14. Por consiguiente Jesús tuvo que adelantar la cena 24 horas. Hemos detallado en nuestra obra El misterio eucarístico (Ed. Palabra) todas las interpretaciones a las que ha dado lugar este adelantamiento de Juan. La datación de Juan pesa lo suyo; pero en todo caso, como bien dice Jeremías (3), lo decisivo es que Jesús realizó su cena en el marco pascual de la celebración judía.

Así dice él que se menciona que la última cena tuvo lugar en Jerusalén, y sabemos que la fiesta de pascua desde el año 621 a.C. había dejado de ser una fiesta domés¬tica para
convertirse en una fiesta de peregrinación a Jerusalén. Se utiliza un local prestado (Mc 14, 13-15) según la costumbre judía de ceder gratuitamente a los peregrinos ciertos locales. Tiene lugar al atardecer, recostados y no sentados (así se hacía en la cena pas¬cual, como signo de liberación. El lavatorio de los pies se explica desde la práctica exigida para poder comer la cena pascual). El hecho de que Jesús parta el pan en el curso de la cena («mientras comían»: Mc 14, 18-22) es significativo, pues una comida ordinaria comenzaba siempre por la fracción misma. El hecho de haber vino no era habitual y se reservaba para las ocasiones solemnes. El vino rojo era el propio de la cena pascual. El himno que se canta (Mc 14, 26; Mt 26, 30) era el himno Hallel que se recitaba en la cena pascual. Después de cenar no vuelve Jesús a Betania como en las noches anteriores sino que se encamina al huerto de los olivos (era preceptivo pasar esa noche en Jerusalén: Dt 16, 7). Jesús anuncia durante la cena su pasión inminente, y sabemos que la explicación de los elementos especiales de la comida era parte inte¬grante del rito pascual. Habría que añadir también el tema del memorial («haced esto en memoria mía») que pertenecía al ambiente de la celebración pascual. La cena pas¬cual se hacía en memorial de la liberación de Egipto. Y Jesús manda hacer el memorial suyo (zikaron). La pascua judía actualizaba el rito de la liberación realizada por Dios en el éxodo (Ex 12, 1-14).

Ahora Cristo nos entrega la Eucaristía como memorial que hace presente la pascua realizada en él por su muerte y Resurrección. Y no podemos admitir lo que dice Pagola de que lo del memorial no es aquí histórico porque sin el mandato de la reiteración por parte de Jesús, habría sido imposible el desarrollo ulterior de la liturgia eucarística. ¿Por qué en todas partes y sin excepción alguna dejan los cristianos de origen judío de celebrar la pascua judía y se celebra la Eucaristía? Negar el carácter pascual de la Eu-ca¬ristía porque no se habla de las yerbas amargas como hace Pagola es no tener en cuenta que este relato fundado en Jesús tiene una configuración litúrgica dentro de la cual ya no caben elementos que no han adquirido una significación sacramental.

Así pues, la Eucaristía vuelve a ser ahora memorial de la muerte y Resurrección de Cristo.

Olvida también Pagola el tema de la nueva alianza que justamente hace referencia a la antigua alianza realizada por Moisés en el Antiguo Testamento (Ex 24, 1-8) que se hace justamente con la sangre de animales asperjada sobre una piedra central que es Dios y doce piedras en círculo que recuerdan a las doce tribus de Israel.

Hemos hablado ya del significado que tiene el texto del Siervo de Yahvé en Is 53 en el que se dice que llevó el pecado de «los muchos» (rabim). «Los muchos» es el mismo término que usa Cristo en la institución de la Eucaristía (Mc 14, 22-25; Mt 26, 26-29). Es también el término que se usa en el famoso logion del rescate: «el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar la vida en rescate de los muchos» (Mt 20, 28). Con ello vemos que Cristo asume la figura y la función del Siervo de Yahvé que se dio a si mismo en expiación por los pecados de la humanidad (Is 53, 10). Las mismas preposiciones que se emplean en la institución de la Eucaristía üper y peri (a favor de) son características de los sacrificios expiatorios, indicando a favor de quién se hace la expiación. Se habla también de la sangre entregada (didomenon). Todavía hay más: la carta a los Hebreos presenta el sacrificio de Cristo como el verdadero, único y definitivo sacrificio de expiación que ha eliminado a los sacrificios expiatorios que se ofrecían en la fiesta del Yom kippur, el día del perdón. Por tanto, negar el sacri-fi¬cio expiatorio de Cristo es negar toda la carta a los Hebreos.

3 J. Jeremías, La última cena. Palabras de Jesús (Madrid 1980) 43 y ss.

Lo que hizo Cristo en la Eucaristía fue instituir el sacrificio de la nueva y eterna alianza que se iba a sellar con su sangre en la cruz para dejarlo a su Iglesia como memorial de su muerte y Resurrección: «hacedlo en memoria mía pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor hasta que venga» (1 Cor 11, 26). En la institución de la Eucaristía Cristo se entrega a los suyos ya de forma re-al por medio de su cuerpo y su sangre.

Se trata de una anticipación sacramental de lo que va a ocurrir de forma cruenta en el misterio de su cruz y su Resurrección. Pero se comprende que quien no cree en la di-vini¬dad de Jesucristo, no puede alcanzar la maravilla de lo que ha hecho en la Eucaris¬tía.

8.- LA RESURRECCIÓN

Me veo obligado a sintetizar más de lo deseado el tema de la Resurrección de la que he hablado con detalle en mi obra Señor y Cristo (Ed. Palabra), pero manda la exten¬sión fijada para este trabajo.

Lo primero que llama la atención cuando se lee a Pagola, que tanto interés tiene por la fidelidad histórica, se ve que cambia totalmente el orden histórico de los aconteci-mien¬tos relativos a la Resurrección. Los evangelios presentan en primer lugar el hallazgo del sepulcro vacío que provoca perplejidad y miedo en las mujeres; y des¬pués hablan de las apariciones, que les confirman en la Resurrección. Pagola, por el contrario, parte de las apariciones para hablar después del sepulcro vacío. ¿Por qué? Porque él entiende que todo se reduce a una “experiencia” de fe (así interpreta las apari¬ciones) y lo del sepulcro es una realidad de la que en el fondo se puede prescin¬dir.

Pagola mantiene que la Resurrección es real pero no histórica, es decir, no ha tenido lugar en la historia, porque es una realidad que la trasciende (418). Estamos de acuerdo en que no se trata de una Resurrección como la de Lázaro que retorna a la vida terrena y a la muerte. La Resurrección de Cristo es trascendente porque con su cuerpo glorioso ha vencido definitivamente a la muerte. Pero ha dejado huellas en la historia: sepulcro vacío y apariciones. Eso es lo que dicen los textos. El verbo que se emplea para hablar de que Jesús se apareció es ophthé, aorísto pasivo que se traduce por «se dejó ver». Se usa este verbo porque es el que usa la traducción Vulgata al hablar de las apariciones de Dios en el Antiguo Testamento. Pero se usan también otros verbos como faino y faneroo que significan aparición visible. Y así mismo verbos como éste en meso autón: se puso en medio de ellos (Lc 24, 36; Jn 20, 19-26).

Pero puesto que Pagola no quiere reconocer que la Resurrección de Cristo es al mismo tiempo trascendente e histórica, se ve obligado a explicar que lo que ocurrió fue que los apóstoles tuvieron una “experiencia” de fe de que Jesús vivía, recurriendo a su fe en la fidelidad de Dios (420). Y ellos atribuyeron esa “experiencia” a Dios. Sólo Dios les podía haber revelado algo tan grande e inesperado. Ellos conocían la doctrina de la Resurrección de los cuerpos que aparece en Dn 12, 1-2 y quizás habían oído hablar de los siete mártires torturados por Antíoco Epifanes (2 Mac 7, 9-23), lo cual les ayudó a interpretar su “experiencia” de Jesús como vivo y resucitado.

Detengámonos un poco a meditar sobre todo esto. ¿Qué “experiencia” de fe podían tener los apóstoles tras la muerte de Jesús, cuando murió como mueren todos los cru-cifi¬cados, como maldito de Dios? Pues dice la Escritura (Gal 3, 13) que el que muere en el madero es maldito de Dios. Y Jesús fue juzgado legítimamente por el Sane¬drín y condenado como blasfemo.

Ellos estaban escondidos para volver de nuevo a la pesca del Tiberíades. Cuando le dicen a Tomás que lo han visto, éste responde diciendo que, si no pone sus manos en las llagas, no cree (Jn 21, 25). Por ello dice el Nuevo Catecismo que afirmar que la fe en la Resurrección había surgido de la fe no tiene consistencia alguna (n. 644), pues los apóstoles no habrían vuelto a la fe sin el encuentro sensible con Jesús (n. 643).

Un pequeño detalle: los discípulos de Emaús, como dicen algunos teólogos, reconocie¬ron a Jesús sólo desde una “experiencia” de fe, pero el texto dice que, en medio de esa “experiencia”, Jesús se hizo invisible ante ellos (afantos egeneto), lo cual demues¬tra que junto a la experiencia de fe había una manifestación visible que ahora desapa¬rece. Por tanto, había una aparición visible que no se puede confundir con la “expe-rien¬cia” de fe. En todo caso, si se hubiera querido hablar de una “experiencia” de fe, los discípulos tenían un término en griego horama (visión interior sobre todo) que po-drían haber utilizado para ello. Y sin embargo no lo emplean ni una sola vez. Ade¬más una Resurrección, aunque fuera la del Mesías en medio de la historia, era absoluta¬mente inimaginable para los judíos. Los mártires macabeos esperaban la Resurrección, pero para el final de la historia. ¿Que al principio los de Emaús no le reco¬nocieron? No olvidemos que el único que dispone de estas apariciones es Jesús, no le podía ver aquél que quería, como en el caso de Lázaro, sino aquél que Jesús que¬ría. Él solo dis-pone de estas apariciones y se aparece a quien quiere, cuando quiere y como quiere. Si se me permite, podemos recordar las apariciones de Lourdes: solo Bernardette ve a la Virgen, mientras que los que la acompañaban no la veían. No somos los hombres los que disponemos de las apariciones de Cristo.

Es ridículo, por otro lado, acudir al argumento de que Pablo no habla del sepulcro va¬cío. Si no habla de él es porque no tuvo la experiencia de su hallazgo; pero lo men¬ciona de forma implícita cuando recuerda que fue el sepultado el que resucitó (1 Cor 15, 3-5). Y tampoco se puede decir que lo de Pablo fuera una “experiencia”. Él oyó una voz en la que Cristo se identificaba y le decía lo que tenía que hacer. Por cierto, dice que le habló en hebreo (Hech 26, 14). S. Pablo se excusa siempre cuando habla de sus “visiones” y no lo hace nunca cuando habla del encuentro con Cristo que le hizo apóstol. Cuando Juan y Pedro se sienten conminados a no hablar de Jesús, responden diciendo que no pueden dejar de hablar de lo que han visto y creído (Hech 4, 20), refi¬riéndose ante todo a la Resurrección (Hech 4, 10).

Hablando Pagola sobre el sepulcro vacío dice: «no sabemos si (Jesús) terminó en una fosa común como tantos de los ajusticiados o si José de Arimatea pudo hacer algo pa-ra enterrarlo en un sepulcro de los alrededores» (431). Pero el hallazgo del sepulcro vacío no es lo decisivo. Lo decisivo no es su hallazgo sino la revelación que se hace sobre él: «Jesús de Nazaret, el crucificado, ha sido resucitado por Dios» (432). Lo que importa fue que los discípulos de Jesús lo experimentaron como vivo desde la fe.

Un pequeño detalle: si nos vamos al hallazgo del sepulcro vacío por parte de Pedro y Juan, que acuden corriendo al sepulcro tras el aviso de Magdalena que lo ha encon¬trado vacío, leeremos que llegó primero Juan y vio las vendas en el suelo y lo mismo le ocurrió a Pedro.

Pero el texto en griego no habla de las vendas en el suelo, sino de las vendas que es-ta¬ban keimena, es decir, echadas, yacentes, sin el relieve del cadáver, como explica el P. Iglesias en su Nuevo Testamento. Por eso dice Juan de si mismo que «vio y creyó» (Jn 20, 8), porque comprendió que, puesto que seguían atadas pero vacías, el cadáver no había sido robado.

Para los discípulos, lo que les dio la fe fueron las apariciones; para Juan, la fe ya em¬pezó con el sepulcro vacío, aunque confirmó después su fe por las apariciones.

Nadie niega por tanto que la Resurrección de Cristo sea trascendente (no fue como la de Lázaro); pero se falsifica la Resurrección cuando se la quiere desligar de la historia. ¿Es que acaso Cristo resucitado, que es Dios, no tiene poder para manifestarse de forma visible?

¿Quiénes somos nosotros para decirle a Dios lo que puede hacer o no? No se puede desligar la Resurrección de la dimensión histórica. El cristianismo no es una ideología ni una “experiencia” interior. El cristianismo se basa en la historia: en el ver y en el tocar al Verbo de la vida, como dice S. Juan (1 Jn 1, 1), el teólogo más trascendente y el más realista de los cuatro. Pero, ¿será que la teología moderna vuelve de nuevo al gnosticismo?

CONCLUSIÓN

Trataremos de enunciar de forma clara y escueta la conclusión a la que hemos llegado sobre el libro de Pagola: sencillamente, esta no es la fe de la Iglesia ni la fe de la Es-cri¬tura. Dice con toda claridad: «en ningún momento manifestó Jesús pretensión algu-na de ser Dios: ni Jesús ni sus seguidores en vida utilizaron el título de “Hijo de Dios” para confesar su condición divina» (379). Para Pagola Jesús no es Dios. Es un profeta itinerante que creía en el Dios del Antiguo Testamento y que descubrió su ros¬tro de Padre compasivo. El Reino de Dios, en consecuencia, no es la llegada de la salva¬ción de Dios que coincide con la persona de Cristo y que nos trae la filiación di¬vina y el perdón de los pecados; un Reino que obviamente tiene que luchar también contra el mal y la injusticia. Para él, el Reino de Dios es solamente esta dimensión humana y social como liberación del dolor y de la injusticia. Las curaciones de Cristo (a las que nunca llama milagros) no son tampoco obras que trasciendan la capacidad humana y que puedan probar la divinidad de Jesús; no van más allá de curaciones que se deben al hecho de que Jesús suscitaba en los hombres el surgir de la fe que des¬pierta capa-cidades escondidas, un curandero religioso. El poder de perdonar los peca¬dos no es propio de Cristo sino de Dios. Jesús anuncia con su cercanía a los pecadores el perdón de Dios, en la medida en que se abren a su misericordia, pero sin la condi¬ción y el compromiso de cambiar de vida. En la Pasión de Cristo tampoco ve un miste¬rio de sal-vación querido por el Padre que envía a su Hijo para que ofrezca su vida para la re-dención de nuestros pecados; es sencillamente el rechazo que Jesús tuvo por anun¬ciar la bondad misericordiosa de Dios.

La Eucaristía es simplemente una cena de despedida en la que se recordará la llegada del Reino y la muerte de Cristo y se evocará la victoria final del Reino. Es un recuerdo y una evocación. Nada más. Y, como hemos visto, la Resurrección no tiene ninguna dimensión histórica. Todo se reduce a una “experiencia” de fe (así interpreta las apari¬ciones) por la que llegaron los discípulos a creer que Jesús seguía vivo. El hallazgo del sepulcro vacío no es lo decisivo. «No sabemos si (Jesús) terminó en una fosa común como tantos de los ajusticiados o si José de Arimatea pudo hacer algo para enterrarlo en un sepulcro de los alrededores» (431). Lo decisivo no es eso sino la revelación que se hace: «Jesús de Nazaret, el crucificado, ha sido resucitado por Dios» (431).

La categoría que domina en esta jesuología (que no cristología) es la de una “expe-rien¬cia” inmanentista sin capacidad de confesar que el Verbo, segunda persona de la Trinidad, ha entrado verdaderamente en la historia para divinizarnos en Cristo y libe-rarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte de la que no nos podíamos libe¬rar. El cristianismo no tendría otra originalidad que habernos descubierto el rostro de Dios como Padre bueno y compasivo por medio de un profeta itinerante llamado Je¬sús.

José Antonio Sayés

JESÚS. APROXIMACIÓN HISTÓRICA

Recensión del libro de JOSÉ ANTONIO PAGOLA
José María Iraburu
Editorial PPC, Madrid 20074, 542 páginas
30 diciembre 2007

José Antonio Pagola (Añorga, Guipúzcoa, 1937), sacerdote diocesano de la Diócesis de San Sebastián, fue profesor en la Facultad de Teología del Norte de España (sede de Vitoria), y durante el servicio episcopal en San Sebastián de Mons. José María Setién, que terminó en 2000, fue muchos años Vicario General, y algunos, Rector del Semina¬rio. Actualmente, siendo Obispo de su Diócesis Mons. Juan María Uriarte, Pagola es director del Instituto de Teología y Pastoral.

Exégesis sin Iglesia.

El Concilio Vaticano II, al tratar en la constitución Dei Verbum de la interpretación de la sagrada Escritura, establece varios principios, de los cuales destaco dos: uno, que Tradición, Escritura y Magisterio «están unidos y vinculados, de modo que ninguno puede subsistir sin los otros»; y dos,
que «para descubrir el verdadero sentido del texto sagrado hay que tener muy en cuenta el contenido y la unidad de toda la Escritura» (10 y 12).

Prescindiendo de estas dos normas del Concilio, José Antonio Pagola, buscando a Je¬sús, se atiene más bien a los planteamientos del protestantismo crítico liberal y del modernismo, y enfrenta abiertamente el Jesús histórico y el Cristo de la fe. Deja claro que si se busca la verdad histórica de Jesús, es preciso prescindir de todo testimonio de la fe. Es necesario, por tanto, ignorar la luz que da sobre Jesús la Iglesia, aún indi¬visa, en los grandes siete primeros Concilios ecuménicos. Antes, es preciso ignorar to-do lo que sobre Él dicen los profetas del Antiguo Testamento. Y ni siquiera hay que te-ner en cuenta lo que refieren de Jesús en el Nuevo Testamento quienes convivieron con él durante años, como Pedro, Juan y Mateo.

Así procede Pagola, aunque dice que intenta «captar de alguna manera la experiencia que vivieron quienes se encontraron con Jesús. Sintonizar con la fe que despertó en ellos» (6). Si es verdad que es eso lo que pretende ¿por qué ignora en absoluto los testimonios escritos que dejaron sobre Jesús éstos que primero le encontraron y que convivieron con Él como compañeros?

No, no es eso lo que Pagola intenta. Más bien él estima que estos entendimientos de Cristo, por primitivos que sean, al proceder de «creyentes», no son ya «neutrales», no dan, pues, la verdad histórica de Jesús, sino que están ya «contaminados» por la fe católica que se fue desarrollando en los primeros discípulos después de la resurrec¬ción. Una investigación rigurosa de la verdadera figura histórica de Jesús exige no te¬nerlos en cuenta.

Prescindiendo de las cartas apostólicas, de los Hechos, del Apocalipsis, habrá que ce¬ñirse a los puros Evangelios. Pero no, tampoco. De los mismos Evangelios, como ire¬mos comprobando, es solo una parte mínima la que Pagola admite, pues va des¬echando en su estudio la mayor parte de los textos, al calificarlos de no históricos o simplemente al omitirlos.

Pagola intenta, pues, una «aproximación histórica» a Jesús, a veinte siglos de distan¬cia, empleando únicamente el método histórico-crítico, con otros métodos comple-menta¬rios –el acercamiento sociológico, la antropología cultural, algunas claves de la teología de la liberación y del feminismo–. Solo deja que le acompañen en su ta¬rea un cierto número de exegetas de su elección y algunos teólogos progresistas. No ignora «el testimonio neutral de los escritores romanos» (485), como Flavio Josefo y Tácito, que hacia el año 100 hablan de Jesús. Y también tiene en cuenta los Evange¬lios apó-crifos. Pero cuida escrupulosamente el carácter «científico» de su investigación histórica, protegiéndola de todo testimonio de la fe, proceda ésta de compañeros de Jesús, como Juan o de Mateo, o de discípulos directos de los Apóstoles, como Cle¬mente Romano o Ignacio de Antioquía, o casi directos, como Justino o Ireneo.

Pues bien, tengamos claro desde el principio que Pagola, a través de esta «aproxima¬ción histórica» a Jesús, difunde innumerables doctrinas de teología dogmática y moral, que ha fundamentado en el libre examen de las Escrituras y que son inconciliables con la fe católica. Lo iremos comprobando.

Benedicto XVI, en el prólogo de su libro Jesús de Nazaret, después de valorar como es debido el método exegético histórico-crítico, advierte que las «reconstrucciones de Je¬sús» que se intentan a veces ateniéndose a tal método, sin otros apoyos mayores, son falsas.

«Quien lee una tras otra algunas de estas reconstrucciones puede comprobar ense¬guida que son más una fotografía de sus autores y de sus propios ideales que un po¬ner al descubierto un icono que se había desdibujado».

Así sucede en este caso. La aproximación histórica del libro que ahora examinamos no nos muestra el verdadero rostro de Jesús, sino el rostro de don José Antonio Pagola.

La Iglesia

Debemos, sin embargo, reconocer que tiene Pagola una buena razón para no ayudarse de la Iglesia en su investigación histórica sobre Jesús. Y es que no cree en ella. No cree, se entiende, según la fe católica.

«Jesús no dejó detrás de sí una “escuela”, al estilo de los filósofos griegos, para seguir ahondando en la verdad última de la realidad. Tampoco pensó en una institución dedi¬cada a garantizar en el mundo la verdadera religión.

Jesús puso en marcha un movimiento de “seguidores” que se encargaran de anunciar y promover su proyecto del “reino de Dios”» (467). «Jesús no pretendió nunca romper con el judaísmo ni fundar una institución propia frente a Israel. Aparece siempre con-vo¬cando a su pueblo para entrar en el reino de Dios» (474-475).

«En el movimiento de Jesús desaparece toda autoridad patriarcal y emerge Dios, el Padre cercano que hace a todos hermanos y hermanas. Nadie está sobre los demás. Nadie es señor de nadie. No hay rangos ni clases. No hay sacerdotes, levitas y pueblo. No hay lugar para los intermediarios. Todos y todas tienen acceso directo e inmediato a Jesús y a Dios, el Padre de todos [...] Sus seguidores, hombres y mujeres, se sien¬tan en corro alrededor suyo; nadie se coloca en un rango superior a los demás; todos escuchan su palabra y todos juntos buscan la voluntad de Dios» (291). «Por eso en ninguna de las tradiciones evangélicas se presenta a alguien desempeñando algún tipo de función jerárquica dentro del grupo de discípulos. Jesús no ve a los Doce actuando como “sacerdotes” con respecto a los demás» (292).

Omite Pagola que Jesús, de entre todos sus discípulos, constituyó mediante elecciones personales el grupo de los Doce, encabezados por Pedro, dándoles una especial autori¬dad de «atar y desatar» (Mt 16,19; 18,18). ¿Ese dato no tiene fuentes históricas sufi¬cientes que lo acrediten? Es un dato además confirmado por el hecho de que desde el principio hallamos iglesias locales regidas ya por Obispos, presbíteros y diáconos. Pero, de ser cierto lo que Pagola afirma, habría que concluir que Pedro, Pablo, Ignacio de Antioquía, etc. malentendieron o traicionaron «el proyecto de Jesús».

Consta, en efecto, que ellos presidieron y gobernaron pastoralmente sus Iglesias, que afirmaron su autoridad apostólica (2Cor 10,1-11), y que llegaron a excomulgar en ca¬sos extremos (1Cor 5,1-5), cumpliendo lo dispuesto por Jesús (Mt 18,15-18). Desde el mismo inicio de la Iglesia, rompieron, pues, «el corro» igualitario proyectado por Jesús y establecieron una Jerarquía apostólica (hierarchia, sagrada-autoridad; del griego, hieros, sagrado, y arkhomai, yo mando).

Por el contrario, en la visión de Pagola, esa inmensa institución sagrada que es la Igle¬sia, «sacramento universal de salvación» (Vaticano II: Lumen gentium 48; Ad gentes 1), no tiene a Cristo por fundador. Él nunca pensó en fundarla. La Iglesia nació de los hombres, de ciertas necesidades históricas concretas. Es significativo en esto que Pa¬gola no menciona el acontecimiento de Pentecostés. Habla solo de «la experiencia» del Resucitado que fueron teniendo los primeros discípulos. Y es que «Jesús ni pudo ni quiso poner en marcha una institución fuerte y bien organizada, sino un movimiento curador que fuera transformando el mundo en una actitud de servicio y amor» (292). «Nunca pensó en un grupo cerrado y excluyente. No quería formar con ellos una co-mu¬nidad de “elegidos” de Dios» (293). «Lo que más le interesa a Dios no es la reli¬gión, sino un mundo más humano y amable» (465). «Pertenecer a la Iglesia es com-pro¬meterse por un mundo más justo» (466). «Seguir a Jesús pide desarrollar la aco-gida. No vivir con mentalidad de secta. No excluir ni excomulgar» (467).

«No quiso, ni pudo» Jesús impulsar una fuerte institución, una Iglesia... que ya en los primeros siglos se formó, de hecho, cada vez más fuerte y extendida, en gran parte del entorno mediterráneo.

El proyecto de Jesús

El intento de Jesús es difundir entre los hombres el Reino de Dios, un Reino presente, social, horizontal.

«Dios tiene un gran proyecto. Hay que ir construyendo una tierra nueva, tal como la quiere él. Se ha de orientar todo hacia una vida más humana, empezando por aquellos para los que la vida no es vida. Dios quiere que rían los que lloran y que coman los que tienen hambre: que todos puedan vivir».

«Si algo desea el ser humano es vivir, y vivir bien. Y si algo busca Dios es que ese de¬seo se haga realidad. Cuanto mejor vive la gente, mejor se realiza el reino de Dios [...] Cualquier otra idea de un Dios interesado en recibir de los hombres honor y glo¬ria, olvidando el bien y la dicha de sus hijos e hijas, no es de Jesús» (324).

En esa última frase tenemos un ejemplo de «la dialéctica de los contrarios», que es muy frecuente en todo el libro de Pagola. Según ella, para mejor conocer la verdad, hay que enfrentar extremos aparentemente contrapuestos, para optar por uno, recha¬zando el otro. No es el et-et, sino el aut-aut.

A Dios no le interesa que los hombres le glorifiquen, sino que hagan el bien a sus herma¬nos. No se le ocurre pensar que las dos cosas son inseparables, y que se exigen y potencian mutuamente.

En el proyecto de Jesús, según Pagola, apenas aparece la intención doxológica y sote-rio¬lógica: la glorificación de Dios y la salvación eterna de los hombres.

– La doxología apenas es afirmada por Pagola en Jesús, y cuando lo hace de paso, como lo vimos hace un momento, es siempre en formas reticentes. Sin embargo, Je¬sús dice al Padre, «yo te he glorificado sobre la tierra, cumpliendo la obra que me encomendaste realizar» (Jn 17,4). Y el Apóstol entiende que todos los males de la humanidad proceden precisamente de que los hombres «no glorificaron» a Dios, y «sirvieron a la criatura en lugar de al Creador» (Rm 1). Toda la Biblia nos asegura que el mundo fue creado primeramente para la gloria de Dios. Por eso en ella doxo-lo¬gía y soteriología son inseparables. La norma es clara: «hacedlo todo para glo¬ria de Dios» (1Cor 10,31). Sin embargo, como digo, las pocas veces que Pagola toca el tema de la glorificación de Dios es con reticencia, y contraponiéndole lamenta¬blemente el empeño por hacer el bien a los hombres.

– La soteriología tampoco es afirmada claramente por Pagola en la intención de Cristo. En su extenso libro apenas se menciona el pecado y el poder del Demonio so¬bre el mundo. No viene Jesús del cielo para «quitar el pecado del mundo» y para «vencer al Demonio», sino para aliviar a la humanidad de tantos sufrimientos que la oprimen. Y aquí nos trae otra falsa contradicción dialéctica:

la misión de Juan Bautista «está pensada y organizada en función del pecado [...] Por el contrario, la preocupación primera de Jesús es el sufrimiento de los más des¬graciados» (98).

Las fuentes históricas que tenemos sobre Jesús afirman ciertamente lo contrario. En los Evangelios y en todo el Nuevo Testamento se afirma una y otra vez que el nacido de María será llamado «Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21); se asegura que Él ha sido enviado para «llamar a conversión a los pecadores», haciendo posible esa conversión por su gracia.

Y Él mismo advierte, con tanto amor como fuerza: «si no os convertís, todos moriréis igualmente» (Lc 13,3). En los cuatro Evangelios, en más de cincuenta ocasiones distin¬tas –distintas: cada una referida por un evangelista o por varios a la vez– evange¬liza Jesús con un trasfondo patente de salvación o de condenación, llamando a conversión para entrar en el Reino (trigo y cizaña, salvar o perder la vida, grano y paja, peces buenos o malos, permanecer o no en la vid, dar o no rendimiento a los talentos, creer en Él o rechazarle, recibir o no su palabra, confesarle o no ante los hom¬bres, etc.). Fácil es comprobar en los Evangelios que en las parábolas y predicacio¬nes de Jesús hay siempre una fuerte tensión soteriológica. Y sus palabras son a veces sumamente fuertes y apremiantes. Pero Pagola viene a negar todo eso, sin alegar base histórica alguna:

«Jesús abandona también el lenguaje duro del desierto [el de Juan]. El pueblo debe escuchar ahora la Buena Noticia. Su palabra se hace poesía. Invita a la gente a mi¬rar la vida de manera nueva. Comienza a contar parábolas que el Bautista jamás hubiera imaginado. El pueblo queda seducido» (80).

En esta misma línea buenista e idílica, Pagola afirma cien veces que Dios perdona «sin condiciones», que «no excluye a nadie», que «acoge a todos». Y por supuesto, ésta es una «creación» suya ideológica, sin fundamento alguno en las fuentes históricas sobre Jesús.

La doctrina de la Iglesia, conforme a las Escrituras, enseña que toda la salvación es gracia, gracia gratuita, ciertamente. Y que quien rechaza la gracia de la conversión, negándose al arrepentimiento y obstinándose deliberadamente en sus pecados, re¬chaza la gracia del perdón gratuito de Dios. Por el contrario, Pagola, una y otra vez, afirma con fórmulas siempre ambiguas que «A estos pecadores que se sientan a su mesa, Jesús les ofrece el perdón envuelto en acogida amistosa. No hay ninguna decla-ra¬ción; no les absuelve de sus pecados; sencillamente los acoge como amigos» (205) «Ofrece el perdón sin exigir previamente un cambio. No pone a los pecadores ante las tablas de la ley, sino ante el amor y la ternura de Dios [...] Este perdón que ofrece Je-sús no tiene condiciones [...] solo quedan excluidos quienes no se acogen a su miseri-cordia» (208). «Este no es el Dios vigilante de la ley, atento a las ofensas de sus hijos, que le da a cada uno su merecido y no concede el perdón si antes no se han cumplido escrupulosamente unas condiciones. Este es el Dios del perdón y de la vida; no hemos de humillarnos o autodegradarnos en su presencia» (323).

Al parecer, el arrepentimiento del pecador y la confesión de sus culpas, lo mismo que el propósito de la enmienda, aparte de ser actos espirituales superfluos en orden a la amistad con Dios, son para él auto-degradantes. El hijo pródigo, antes de regresar a su casa, no tenía por qué decirse interiormente: «padre, pequé contra el cielo y contra ti; no merezco ser llamado hijo tuyo» (Lc 15,21). Ni tampoco Jesús tenía por qué man¬darle a la pecadora: «vete y no peques más» (Jn 8,11).

Como ya lo enseñó Lutero, al pecador le basta para la justificación poner su fe fiducial en Jesús. Sin otras condiciones.

No es, pues, necesaria la conversión para conseguir el perdón de los pecados. Más aún, ni siquiera es necesaria para la salvación la fe en Cristo ni la religión. Hasta aquí no llegaba Lutero, que enfatizaba tanto la virtualidad salvífica de la fe. Pero Pagola lo afirma, por ejemplo, cuando recuerda el Juicio final (Mt 25,31-46). El hombre se salva él, él mismo, haciendo obras buenas:

«Los que son declarados “benditos del Padre” no han actuado por motivos religio¬sos, sino por compasión. No es su religión ni la adhesión explícita a Jesús lo que los conduce al reino de Dios, sino su ayuda a los necesitados. El camino que conduce a Dios no pasa necesariamente por la religión, el culto o la confesión de fe, sino por la compasión hacia los “hermanos pequeños”» (193). Dios no excluye a nadie: «Es el Padre de todos, sin discriminación ni exclusión alguna. No pertenece a un pueblo pri¬vilegiado. No es propiedad de una religión. Todos lo pueden invocar como Padre» (328).

Tantos y tantos textos de los Evangelios –«id y predicad el Evangelio... el que crea... el que no crea»–, y de las cartas de San Pablo y de San Juan, sobre la clave salvífica de la fe muestran solamente que Evangelistas y Apóstoles no entendieron el mensaje de Jesús, y lo tergiversaron en la Iglesia desde un principio. Se comprende bien que Pagola estime necesario y urgente promover la «conversión de la Iglesia a Jesús» (468).

La encarnación del Verbo

Pagola, en su «aproximación histórica» a Jesús, nada nos dice acerca de su naci¬miento, como si fuera ésta una cuestión de escasa importancia o acerca de la cual la Iglesia no tuviera conocimientos ciertos. Él, sin más, deja a un lado los «evangelios de la infancia», y se aproxima a Jesús a partir de su bautismo en el Jordán. Se limita a decir:

«Tanto el evangelio de Mateo como el de Lucas ofrecen en sus dos primeros capítu¬los un conjunto de relatos en torno a la concepción, nacimiento e infancia de Jesús. Son conocidos tradicionalmente como “evangelios de la infancia”. Ambos ofrecen nota¬bles diferencias entre sí en cuanto al contenido, estructura general, redacción li-teraria y centros de interés. El análisis de los procedimientos literarios utilizados muestra que más que relatos de carácter biográfico son composiciones cristianas ela¬boradas a la luz de la fe en Cristo resucitado [...] De ahí que la mayoría de los investigadores sobre Jesús comiencen su estudio a partir del bautismo en el Jordán» (39).

Con esto y poco más, despacha, sin entrar en ella, la cuestión del nacimiento de Je¬sús. Para aproximarse a su verdad no le valen a Pagola los testimonios de Mateo y Lu¬cas, ni tampoco parece decirle nada el prólogo del evangelio de Juan: «el Verbo se hizo carne». Pagola, «eliminando» los Evangelios de la infancia, suprime, por decirlo así, la Anunciación del Señor, la Llena-de-gracia, la condición virginal de María, José, Zacarías, Isabel, el Ave María, el Benedictus, el Magnificat y el Nunc dimittis, la Visita¬ción de María, la Natividad de Juan Bautista, la Natividad de Jesús, la Presentación, la matanza de los Inocentes, la Epifanía, los Reyes magos, la huída a Egipto...

Pero lo más grave es que elimina el fundamento bíblico de lo que constituye el núcleo central de la fe católica: creo en Cristo Jesús, Hijo de Dios, que «nació por obra del Espíritu Santo de María virgen». Esa verdad y esas mismas palabras están tomadas de Mateo 1,20 y de Lc 1,34-35, es decir, de los Evangelios de la infancia desechados por Pagola. Por el contrario, el Catecismo de la Iglesia nos asegura que «desde las prime¬ras formulaciones de la fe, la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso» (496).

La Virgen María

Pagola, en su aproximación histórica a Jesús, niega la virginidad de María. Lo tiene muy claro:

«Los evangelios nos informan de que Jesús tiene cuatro hermanos que se llaman San¬tiago, José, Judas y Simón, y también algunas hermanas»... Y añade en nota: «Meier, tal vez el investigador católico de mayor prestigio en estos momentos, des¬pués de un estudio exhaustivo concluye que “la opinión más probable es que los her¬manos y hermanas de Jesús lo fueron realmente”» (43).

Por el contrario, otra vez, el Catecismo de la Iglesia afirma la muy antigua fe católica de Oriente y Occidente en la siempre-virgen María, la «Aeiparthénon» (499. Cf. Sím¬bolo de Epifanio, año 374: DS 44). «La Iglesia siempre ha entendido que... [los dichos hermanos] son parientes próximos de Jesús» (500). Él «es el Hijo único de María» (501). Pero no; para Pagola la Virgen María no era virgen.

Más aún, estima Pagola que María pensó que su hijo Jesús estaba loco, y que lo más conveniente era hacerle volver a casa, abandonando su ministerio público.

En aquella escena que se narra en Marcos 3,20-21.31-35, escribe Pagola, «de pronto avisan a Jesús de que han llegado su madre y sus hermanos con la intención de lle-vár¬selo, pues piensan que está loco. Se quedan “fuera”, tal vez para no mezclarse con ese grupo extraño que rodea a su pariente». Y añade en nota: «El episodio ha sido retocado en la comunidad cristiana, pero conserva sustancialmente su núcleo histó¬rico. Después de Pascua, ningún cristiano se hubiera atrevido a “inventar” que Jesús había sido tenido por loco por su propia madre» (226). «En un determinado mo¬mento, su madre y sus hermanos vinieron para llevárselo a casa, pues pensaban que estaba loco» (282).

María, pues, se mantiene distanciada de Jesús durante su ministerio evangelizador.

«Llama la atención ver que ninguno de los familiares de Jesús fue seguidor suyo. Sola¬mente después de su muerte, su madre y sus hermanos se unieron a los discípulos (Hch 1,14)» (279).

El Concilio Vaticano II afirma, por el contrario, que «la unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación» se manifiesta continuamente (LG 57). Y desde el naci¬miento, hasta la Cruz y Pentecostés, pasando por Caná, el Concilio va contemplando esa unión profunda en los diversos misterios de la vida del Salvador (55-59).

La divinidad de Jesús

En su aproximación histórica, no alcanza Pagola a discernir en Jesús la divinidad que confiesa la fe católica: «un solo Señor, Jesucristo, Hijo único de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos, de la misma naturaleza del Padre, por quien todo fue hecho».

No. Para Pagola Jesús es un hombre, muy perfectamente unido a Dios por el amor y la fidelidad, pero un hombre. El título del capítulo 3 es bien expresivo: «Buscador de Dios». «Jesús vivió un período de búsqueda antes de encontrarse con el Bautista» (63). «Todo lleva a pensar que busca a Dios como “fuerza de salvación” para su pue¬blo [...] Jesús no tiene todavía un proyecto propio cuando se encuentra con el Bau¬tista. Inmediatamente queda seducido por este profeta del desierto [...] Es sin duda, el hombre que marcará como nadie la trayectoria de Jesús» (64). En ese encuentro del Jordán se producirá «La “conversión” de Jesús [...] Para Jesús es un momento deci¬sivo, pues significa un giro total en su vida» (73-74). «Jesús quiere concretar su “conversión”, y lo hace tomando una primera determinación: en adelante se dedicará a colaborar con el Bautista en su servicio al pueblo» (75).

Si nada cierto sabe Pagola acerca de Jesús antes de su bautismo, ¿cómo puede afir¬mar que Él experimentó «un giro total en su vida» al encontrarse con Juan? ¿Conoce, pues, Pagola qué pensaba y qué quería Jesús antes de ese encuentro?... Sería bueno que nos comunicara las fuentes históricas que le permiten darnos esa información. Tam¬poco alcanzamos a saber cómo Pagola, en su «aproximación histórica», llega a conocer que Jesús se hizo discípulo de Juan el Bautista. No podemos menos de sospe¬char que ambas afirmaciones son «creaciones» ideológicas suyas, sin base histórica alguna:

«Jesús no solo acogió el proyecto de Juan, sino que se adhirió a este grupo de discí¬pulos y colaboradores» (76).

«Jesús comenzó a verlo todo desde un horizonte nuevo» (78). Vuelto a Nazaret, sor¬prende a todos su cambio.

«Aquel Jesús no era el que habían conocido» (279).

Benedicto XVI, en su Jesús de Nazaret, advierte que «una amplia corriente de la teolo¬gía liberal» afirma este cambio profundo y brusco de Jesús en el Jordán. Y añade:

«Pero nada de esto se encuentra en los textos. Por mucha erudición con que se quiera presentar esta tesis, corresponde más al género de las novelas sobre Jesús que a la verdadera interpretación de los textos» (46-47).

Pagola rehuye sistemáticamente los textos del Nuevo Testamento que más claramente expresan la divinidad de Jesús. No le interesa saber que Jesús se dice «anterior a Abra¬ham», capaz de «perdonar los pecados» y de alimentar a los hombres como «pan vivo bajado del cielo». No recoge la palabra de Cristo cuando dice que Él es «venido del Padre», y que el Padre y Él son «una sola cosa».

Podemos apreciar el «rigor» metodológico de Pagola en su justa medida si considera¬mos, por ejemplo, cómo se autoriza a ignorar los anuncios que Jesús hizo de su pa¬sión. Él mismo advierte en el Anexo 4 de su libro que entre los varios criterios de histori¬cidad tienen especial fuerza el «criterio de testimonio múltiple» y el «criterio de di¬ficultad». Pues bien, en los tres anuncios que hace Cristo de su pasión, primero (Mc 8,31-33; Mt 16,21-23; Lc 9,22), segundo (Mc 9,30-32; Mt 17,22-23; Lc 9,43-45) y tercero (Mc 10,32-34; Mt 20,17-19; 18,31-34), se da el criterio histórico del testimo¬nio múltiple y coincidente. Pero además, en segundo lugar, se da también el criterio de dificultad, ya que es impensable que los evangelistas, conociendo la suma veneración que los cristianos primeros tenían por los Apóstoles, se atrevieran a «crear» unos rela¬tos que los dejan en una posición tan lamentable. En efecto, los Apóstoles «no enten¬dieron nada de lo que Él decía, y no se atrevían a preguntarle». Y Simón Pedro, el más prestigioso de ellos, se ve humillado por Cristo con palabras durísimas: «¡Apártate de mí, Satanás! Tú piensas según los hombres, no según Dios». Estas escenas, pues, tie¬nen una garantía clara de historicidad.

Pero Pagola no lo estima así, y en su aproximación histórica a Jesús ignora por com¬pleto esos tres anuncios. Sencillamente, no encajan en su ideología sobre Jesús, pues al mostrar que Él pre-conocía su muerte y que la anunciaba a sus discípulos con toda seguridad, descubren demasiado la realidad de su personalidad divina. Por tanto no son textos históricamente válidos. Prescinde, pues, de ellos tranquilamente, los omite, para poder darnos en cambio una descripción muy diversa del estado de ánimo de Je¬sús ante la proximidad de su muerte, como en seguida veremos.

Ignora Pagola igualmente, como ya sabemos, todos los más altos textos del Nuevo Testamento sobre la majestad divina de Cristo. Ignora, por ejemplo, el prólogo de San Juan: «el Verbo era Dios, Él estaba desde el principio en Dios, y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. Hemos visto la gloria del Unigénito del Padre. Dios Unigénito, que está en el seno del Padre, ése nos lo ha dado a conocer». El rigor científico de su investigación histórica sobre Jesús no le permite tampoco conocer y reconocer los him¬nos cristológico-litúrgicos de San Pablo, como Colosenses 1,13-20 o Filipenses 2,6-11. O el comienzo sobrecogedor de la carta a los Hebreos.

Pagola titula el capítulo 11 de su libro «Creyente fiel». En efecto, centenares de veces habla de Jesús como de un creyente fiel, pues «también él tiene que vivir de la fe» (456). Pero por mucho que investiguemos en las fuentes históricas sobre Jesús no hallamos texto alguno en el que se afirme que Jesús «creía» en Dios. Hallaremos, por el contrario, afirmaciones de que Jesús ve al Padre y da testimonio de lo que ve (Jn 1,18; 3,11; 6,46). Hallaremos, más aún, que Cristo exige fe en su propia persona: «creéis en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Él se aplica incluso las palabras que Dios dice de sí mismo: «Yo soy» (Jn 8,24.28.58), y llega a afirmar: «si no creéis que yo soy, moriréis en vuestros pecados» (Jn 10,33). Por eso los judíos, que no eran ton¬tos, entendían bien en qué sentido hablaba de sí mismo Jesús: «tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios» (Jn 10,33).

Pagola, hablando de Jesús, del «creyente fiel», alude con mucha frecuencia a «su pro¬funda experiencia de Dios» (473). Y como advierte al tratar de la condena a muerte del Señor, «En ningún momento manifiesta pretensión alguna de ser Dios: ni Jesús ni sus seguidores en vida de él utilizaron el título de “Hijo de Dios” para confesar su condi¬ción divina» (379). «Para los cristianos, Jesús no es un “dios griego”. Proclamarlo “Hijo de Dios” no es una apoteosis como la que se cultiva en torno a la figura del em-pe¬rador.

Es intuir y confesar el misterio de Dios encarnado en este hombre entregado a la muerte solo por amor» (460).

El libro de Pagola tiene 542 páginas. Y es cierto que en algunas dice que «Jesús es la encarnación de Dios», el «hombre en el que Dios se ha encarnado» (7). También dice que «Jesús es verdadero hombre; en él ha aparecido lo que es realmente ser humano: solidario, compasivo, liberador, servidor de los últimos, buscador del reino de Dios y su justicia... Es verdadero Dios; en él se hace presente el verdadero Dios, el Dios de las víctimas y los crucificados, el Dios Amor, el Dios que solo busca la vida y la dicha ple-na para todos sus hijos e hijas, empezando siempre por los crucificados» (460).

Pero son tantas las páginas en las que niega Pagola los fundamentos bíblicos e históri¬cos en los que se apoya la enseñanza de la Iglesia sobre la divinidad de Jesucristo, que esas pocas frases no logran hacernos creer que su presentación de Jesús sea con¬forme con la genuina fe católica.

Cualquier lector medianamente espabilado sabe apreciar «la intención redaccional» de los autores sagrados; y de los no sagrados también. Y sabe distinguir lo que dice un autor y lo que quiere decir.

Pagola, en cuanto a la divinidad de Jesucristo, a lo largo de todo su extenso libro, nos lo muestra como «buscador de Dios», como «creyente fiel», «sin pretensión alguna de ser Dios», es decir, lo representa de una forma que puede ser aceptada por los arria¬nos (s.IV), por los nestorianos (s.V) o por los adopcionistas (s.IX), pero no por los ca-tóli¬cos.

No, el Jesús de Pagola no es el de la fe católica:

- un solo Señor Jesucristo,
- unigénito del Padre, nacido antes de todos los siglos,
- unigénito de la siempre Virgen María, nacido por obra del Espíritu Santo.

Milagros

Jesús hizo durante su ministerio público muchos milagros (Mc 6,556; Mt 14,35-36). Sus mismos enemigos lo reconocen: «¿qué hacemos con este hombre, que hace mu¬chos milagros?» (Jn 11,47).

Hizo muchos más milagros, por supuesto, que los que quedan concretamente referi¬dos en los Evangelios (Jn 20,30). Sin embargo, cuando Pagola se aproxima histórica¬mente a Jesús, descubre que «Jesús solo realizó un puñado de curaciones y exorcis¬mos» (175).

Los exorcismos no consistían propiamente en expulsar demonios de los hombres:

«...practicó exorcismos liberando de su mal a personas consideradas en aquella cul¬tura como poseídas por espíritus malignos» (474). «En general, los exegetas tien¬den a ver en la “posesión diabólica” una enfermedad» (169), aunque los campesi¬nos de Galilea no lo entendían así. «Probablemente es más acertado ver en el fenó¬meno de la posesión una compleja estrategia utilizada de manera enfermiza por per¬sonas oprimidas para defenderse de una situación insoportable» (170).

En cuanto a la sanación de los enfermos, Pagola no usa nunca el término «milagro», y la explica así:

«Lo decisivo es el encuentro con el curador. La terapia que Jesús pone en marcha es su propia persona: su amor apasionado a la vida, su acogida entrañable a cada en¬fermo o enferma, su fuerza para regenerar a la persona desde sus raíces, su capaci¬dad para contagiar su fe en la bondad de Dios. Su poder para despertar energías des¬conocidas en el ser humano creaba las condiciones que hacían posible la recupe-ra¬ción de la salud» (165).

Resulta sumamente difícil esperar que esa terapia de Jesús pudiera ser eficaz para dar la vista a un ciego de nacimiento, para sanar a distancia al siervo del Centurión, o pa-ra resucitar a Lázaro, un muerto de cuatro días, que ya olía mal.

Pagola, por otra parte, no se molesta en referir los milagros de Jesús sobre la natura¬leza – multiplicar los panes, calmar la tempestad, la pesca sobreabundante, etc.–. Piensa, al parecer, que ya el propio lector, sin su asesoría, se dará perfecta cuenta de que se trata de ficciones literarias que expresan una teología primitiva.

Última cena

La última Cena de Jesús con sus apóstoles no fue, según Pagola, la celebración de una Pascua renovada, ni la inauguración de una Alianza Nueva, sellada con su sangre, ni un sacrificio expiatorio para la remisión de los pecados del mundo, ni la institución de un acto litúrgico que, como la Pascua judía, había de ser actualizado siempre, en me-mo¬ria suya, hasta su segunda venida al final de los tiempos.

«Lo que hace es organizar una cena especial de despedida con sus amigos y amigas más cercanos». «Al parecer, no se trata de una cena pascual» (363). «Probablemente no es una cena de Pascua». Lo que sí hay que reconocer es que «Jesús vivía las comi¬das y cenas que hacía en Galilea como símbolo y anticipación del banquete final en el reino de Dios» (364).

Entonces, ¿qué sentido tienen hoy para Pagola las misas que se celebran en millares de comunidades cristianas? Puesto que no podemos pensar que la misa sea y signifi¬que algo mayor que la última Cena, habremos de entender que se celebra en la misa una cena de amigos, unidos todos por el amor a Jesús, en anticipación figurativa del banquete del reino de los cielos.

Queda, pues, Pagola muy lejos de la fe católica en la Eucaristía, en el sacerdocio mi-nis¬terial, en la liturgia.

Muerte

Pagola, como ya vimos, no quiere que Jesús enfrente su próxima muerte con un domi¬nio sobrehumano, anunciándola varias veces a sus discípulos; más aún, afirmando: «nadie me quita la vida; soy yo quien la doy por mí mismo. Tengo poder para darla y poder para volver a tomarla» (Jn 10,17-18). Es éste un lenguaje demasiado divino, que por tanto es forzosamente falso, es pura creación literaria del evangelista. El Je¬sús que Pagola describe ante su próxima muerte es muy distinto, lleno de perplejida¬des y angustias:

«Era inevitable que, en su conciencia, se despertaran no pocas preguntas: ¿cómo po¬día Dios llamarlo a proclamar la llegada decisiva de su reinado, para dejar luego que esta misión acabara en un fracaso? ¿Es que Dios se podía contradecir? ¿Era posi¬ble conciliar su muerte con su misión?» (349). «Al parecer, Jesús no elaboró nin¬guna teoría sobre su muerte, no hizo teología sobre su crucifixión [...] Jesús no interpretó su muerte desde una perspectiva sacrificial. No la entendió como un sacrifi¬cio de expiación ofrecido al Padre. No era su lenguaje» (350). Son los prime¬ros cristianos los que, para explicar la cruz, se la representan como «sacrificio de ex¬piación», como una «alianza nueva», establecida en el «siervo sufriente» (442).

Podríamos traer tantos discursos y parábolas de Jesús que contradicen lo que Pagola afirma –los anuncios de su pasión, el heredero de la Viña, muerto por los viñadores infieles, el Pastor bueno que da su vida por las ovejas, etc.–, pero comienza a apode¬rarse de nosotros el cansancio. Y el aburrimiento.

Pagola, en todo caso, sigue implacable:

La muerte de Cristo no es voluntad providente del Padre ni de Cristo (440-441). «Las noticias de Marcos y de Juan, que presentan a los fariseos buscando la muerte de Jesús, no son creíbles históricamente» (338). «En realidad, todo hace pensar que esta comparecencia de Jesús ante el Sanedrín nunca tuvo lugar» (377). «¿Hubo realmente un proceso ante el prefecto romano?» Parece que hay que «sospechar que nos encontramos ante una composición cristiana y no ante una información his-tó¬rica» (384). En cuanto a la comparecencia de Jesús ante Caifás y ante el preto¬rio, que se burla de él, hay que decir que «probablemente, tal como están descritas, ninguna de estas dos escenas goza de rigor histórico» (393). En fin, «Aunque se ha dicho con frecuencia que la presencia [junto a la Cruz] de estas mujeres [María, su madre, y otras mujeres] ha podido reconfortar a Jesús, el hecho es poco proba¬ble»(404). Tampoco son históricos los diálogos del Crucificado con su Madre, con San Juan o con los dos malhechores (405).

Según Pagola, prácticamente nada es histórico en el ciclo evangélico de la pasión. Los tres evangelios sinópticos y el de San Juan describen los juicios que sufre Cristo, y afir¬man expresamente (Mc 14,64 y Mt 26,65) que el Sanedrín condena a Jesús a muerte «por blasfemo».

Pero, por lo visto, la descripción de estos hechos no es histórica, ya que no es con¬forme con la ideología de Pagola:

«Estamos ante una escena que difícilmente puede ser histórica. Jesús no es conde¬nado por nada de esto. En ningún momento manifiesta pretensión alguna de ser Dios» (379).

Pagola nos descubre –es decir, inventa– las verdaderas causas de la condenación a muerte de Jesús. Sabemos que en una ocasión entró Jesús en el Templo y expulsó vio¬lentamente a los vendedores. Tenemos de esta escena varias versiones (Mc 11,15-19; Lc 19,45-46 y Jn 2,13-22). Y San Juan la sitúa a los comienzos del ministerio pú¬blico de Jesús. Lo mismo hacen autores modernos de Sinopsis de los cuatro evangelios (Leal, Benoit, Boismard). Pagola, sin embargo, que de ningún modo quiere ver a Jesús condenado por blasfemo, sino por revolucionario enfrentado con el régimen sacerdotal del Templo, sitúa la escena después de la entrada final de Cristo en Jerusalén, mon¬tado en un asno. Traslada la escena del comienzo de la vida pública de Jesús (cortar y pegar) al final de la misma. Hecho lo cual, sin fundamento histórico alguno, concluye:

«De hecho, esta intervención en el templo es lo que desencadena su detención y rá¬pida ejecución» (358).

La muerte de Jesús, finalmente, se produce –así lo permitió Dios– en una gran angus¬tia:

«Tú lo puedes todo. Yo no quiero morir. Pero estoy dispuesto a lo que tú quieras [...] Quiero vivir» (401-402).

Pagola añade en nota: «Esta imagen de un Jesús turbado y angustiado, caído en tierra para implorar a Dios que lo libere de su destino, contrasta fuertemente con la muerte de Sócrates descrita por Platón. Obligado a tomar veneno, Sócrates acepta su muerte sin lágrimas ni súplicas patéticas, con la certeza de dirigirse al mundo de la verdad, de la belleza y la bondad perfectas» (401).

Resurrección

La Iglesia católica enseña en su Catecismo que «el misterio de la resurrección de Cris-to es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comproba¬das, como lo atestigua el Nuevo Testamento» (639). Se refiere concretamente al «sepul¬cro vacío» (640) y a «las apariciones del Resucitado» (641-644). Pero Pagola no cree ni en lo uno ni en las otras.

– En cuanto al sepulcro vacío, Pagola estima que ...«se trata de un relato tardío [...] No es fácil saber si las cosas sucedieron tal como se describen en los evangelios» (429)... «Para muchos investigadores, tampoco queda del todo claro si las muje¬res encontraron vacío el sepulcro de Jesús» (431). «Más que información histó¬rica, lo que encontramos en estos relatos es predicación de los primeros cristianos sobre la resurrección de Jesús [...] Todo hace pensar que no fue un sepulcro vacío lo que generó la fe en Cristo resucitado, sino el “encuentro” que vivieron los se-gui¬dores, que lo experimentaron lleno de vida después de su muerte» (432). «Es más fácil pensar que el relato nació en ambientes populares donde se enten¬día la resurrección corporal de Jesús de manera material y física, como continui¬dad de su cuerpo terreno» (433).

Evidentemente, «Jesús tiene un “cuerpo glorioso”, pero esto no parece implicar ne¬cesariamente la revivificación del cuerpo que tenía en el momento de morir [...] Para esta transformación radical no parece que el Creador necesite de la sustancia bioquímica del despojo depositado en el sepulcro» (433).

Dicho en otras palabras: Pagola niega la continuidad entre el cuerpo crucificado y muerto, y el resucitado. No tiene por qué resucitar glorioso «el mismo cuerpo» de Cristo muerto. Nuestra fe en el Resucitado quedaría intacta si un día se descubrie¬ran las restos momificados o corrompidos del cuerpo de Jesús. Afirmaciones éstas que son incompatibles no solo con la convicción de «ambientes populares», men-tal¬mente cortitos, sino con la fe de la Iglesia católica, proclamada en media do¬cena de Símbolos y Concilios, según la cual la salvación de Cristo salva al hom¬bre entero, en su alma y en su propio cuerpo.

Por otra parte, la permanencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro durante «tres días» no es un dato cronológico: simplemente, «significa el “día decisivo”» (414-415). Afirma Pagola –y se supone que se fundamenta en fuentes históricas que no¬sotros lamentablemente desconocemos en nuestra ignorancia– que en Jesús muerte y resurrección son simultáneas:

«En el mismo momento en que Jesús siente que todo su ser se pierde definitiva¬mente siguiendo el triste destino de todos los humanos, Dios interviene para rega¬larle su propia vida» (418). «Dios estaba con Jesús. Por eso, al morir, se ha en¬contrado resucitado en sus brazos» (442).

- En cuanto a las apariciones del Resucitado, ya podemos prever que Pagola las re-du¬cirá a meras «experiencias» espirituales:

«No pretenden [los evangelistas] ofrecernos información para que podamos re¬construir los hechos tal como sucedieron, a partir del tercer día después de la cru¬cifixión. Son “catequesis” deliciosas que evocan las primeras experiencias para ahondar más en la fe en Cristo resucitado», etc (417, en nota). Más aún, «los relatos evangélicos sobre las “apariciones” pueden crear en nosotros cierta confusión. Según los evangelistas, Jesús puede ser visto y tocado, puede co¬mer, subir al cielo hasta quedar ocultado por una nube» (417).

Todo lo cual es impensable. No olvidemos que, ya desde 1793, cuando el señor don Manuel Kant escribió La Religión dentro de los límites de la sola razón, una per¬sona culta, por muy creyente que sea, no debe permitirse creer en tales papa-rru¬chas. No hay, pues, propiamente apariciones del Resucitado, sino que más bien ha de hablarse de «primeras experiencias» que los cristianos tienen de Je¬sús después de su muerte, por las que lo captan como viviente. Por otra parte, «el esquema de Lucas limitando las manifestaciones del resucitado a cuarenta días es meramente convencional» (420, nota). «En algún momento caen en la cuenta de que Dios les está revelando al crucificado lleno de vida» (423). «Hemos de apren¬der a leer correctamente estos textos viendo en esas escenas tan gráficas no des¬cripciones concretas sobre lo ocurrido, sino procedimientos narrativos que tratan de evocar, de alguna manera, la experiencia de Cristo resucitado» (425, nota).

Por tanto, los encuentros y diálogos de Cristo con los de Emaús, con María Mag-da¬lena, con los Doce, en diversas ocasiones, son siempre composiciones litera¬rias y catequéticas, compuestas por quienes «llevan ya cuarenta o cincuenta años vi-viendo de la fe en Cristo resucitado» (424). No proporcionan, pues, datos vá¬lidos para fundamentar una «aproximación histórica» a Jesús. Niega, pues, Pa¬gola todo lo que afirma acerca de las apariciones el Catecismo de la Iglesia Cató¬lica (641-644).

Por último –por último, ya que Pagola ignora Pentecostés–, «Lucas es el único evange¬lista que narra la “ascensión” de Jesús al cielo [...] La “ascensión” es una composición literaria imaginada por Lucas con una intención teológica muy clara» (428-429, nota).

En conclusión

El Jesús de Pagola, mucho más allá que una mera «aproximación histórica» a la ver-da¬dera figura de Jesús, es una teología encubierta sobre Cristo, la Iglesia, la Vir¬gen, la Eucaristía, la conversión, el sacerdocio, las normas morales, etc., en la que se rehuye cautelosamente un enfrentamiento claro con la doctrina de la Iglesia católica, pero en la que se suprimen los fundamentos bíblicos e históricos de esa doctrina de la fe, y se da una doctrina distinta en muchas cuestiones.

Es, por tanto, en realidad una presentación de la ideología de Pagola sobre nuestro Señor Jesucristo, sobre la Iglesia y el cristianismo. Esta reflexión subjetiva se funda¬menta, según el libre examen, en análisis arbitrarios y selectivos de una parte extre-ma¬damente reducida de los Evangelios, pues éste es considerado no histórico en su gran mayor parte. Pagola intenta una aproximación histórica a Jesús, prescindiendo en ella por sistema de todo lo que el Antiguo Testamento, el Nuevo Testamento, la Tradi¬ción y el Magisterio apostólico han enseñado sobre Jesús hasta hoy.

Se queda, pues, Pagola solamente con los Evangelios. Pero, como he dicho, ni siquiera con eso, ya que elimina de ellos todo lo relativo a la infancia de Jesús, todos los más poderosos milagros realizados en su vida (tempestad calmada, multiplicación de los panes, ciego de nacimiento, resurrección de muertos), los momentos más divinos, como la transfiguración en el monte, o las palabras igualmente más divinas, «anterior a Abraham», «Yo soy», «creed en mí». Niega también la historicidad de casi todos los detalles del ciclo evangélico de la pasión, la cena, los juicios sucesivos ante las autori-da¬des civiles y religiosas, la causa real de su condena, las siete palabras en la cruz.

Niega igualmente el sepulcro vacío, las «apariciones», y por supuesto la Ascensión y Pentecostés.

Hay que reconocer, por tanto, que la aproximación de Pagola a la verdad histórica de Jesús se apoya –es difícil decirlo– ¿en un diez, en un cinco por ciento de los Evange¬lios? Nada más.

El libro de Pagola sobre Jesús hace presentes, con un lenguaje muy elocuente, peda-gó¬gico y persuasivo, errores ya muy antiguos. Su libro nos permite comprobar hoy que el racionalismo crítico del protestantismo liberal de mediados del siglo XIX, pasó en buena medida al campo católico con los autores del modernismo (cf. Beato Pío IX, 1864, Syllabus; San Pío X, 1907, decreto Lamentabili; 1907, encíclica Pas¬cendi), y persiste actualmente, muy semejante, en el progresismo exegético y teoló¬gico. Unos y otros comienzan por no creer en la Iglesia católica. Orientan normal¬mente la cristolo-gía por los caminos del arrianismo o escuelas posteriores similares. Y en la moral sue-len seguir tendencias luteranas –salvación sin conversión, por la pura fe fiducial pues-ta en Cristo–, aunque a veces –todo es posible cuando se deja a un lado la ortodoxia católica–, inciden, por el contrario, en posiciones pelagianas o semipe¬lagianas: el hombre no se salva por la fe en Cristo, sino por las buenas obras con los necesitados.

Una última observación.

El libro Jesús. Aproximación histórica de Pagola, a los dos meses y medio de su publi-ca¬ción en la editorial PPC, perteneciente al grupo SM, ha vendido ya unos 20.000 ejemplares, y al parecer se prevé su traducción a varios idiomas. Tal éxito, aunque no alcanza al del Código da Vinci, es en todo caso extraordinario. El daño que este libro puede hacer se ve muy limitado por su gran volumen: son muy pocas las personas que hoy leen un libro de 542 páginas.

Pues bien, la peligrosidad mayor de las doctrinas de Pagola está en sus frecuentes artí¬culos en diarios y revistas, en varias páginas de internet, en conferencias. Por esta vía principalmente es como llega a difundir sus errores a muchísimas personas, que nunca leerán su libro Jesús, aunque quizá lo tengan. Éste es un dato que debe ser consi¬derado.

A Dios nuestro Señor y a todos nuestros Obispos, «que, fieles a la verdad, promueven la fe católica y apostólica», les pedimos que libren al pueblo cristiano de las tinieblas del error y que lo guarden en el esplendor de la verdad católica.

José María Iraburu
30 diciembre 2007